Monumentos aéreos
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Podría considerarse, y con razón, que la estatuaria ha perdido razón de ser. Los monumentos y estatuas muy poco significan hoy en día, salvo, quizás, para rendir homenajes políticos en apresuradas consagraciones póstumas. En nuestro país el auge de estas expresiones, no siempre artísticas, puede ubicarse entre 1860 y 1940, y, ya luego, fue perdiendo intensidad. Muchos, muchísimos personajes que hubieran merecido su estatua consagratoria no la tienen, y esto no ha impedido de ninguna manera que sean recordados con el respeto y la consideración que se les debe.
¿O acaso no fueron dignos de este reconocimiento Güiraldes, Borges, Marechal, Cortázar, Alfredo Palacios o también, si se quiere Einstein, Jonas Salk, Freud, Roosevelt, Churchill? Suponemos que las estatuas se realizaban por varios motivos. Entre ellos el agradecimiento, para perpetuar en una especie de inmortalidad en el bronce o en el mármol las hazañas y los logros del homenajeado, y también, por que no, para que los contemporáneos del héroe admiraran la semejanza entre el original y el modelo.
Pasados algunos años, ya este último punto dejó de tener importancia. ¿Alguien podría hoy aseverar con certeza si Manuel Dorrego era tal como lo representa la magnífica estatua de Yrurtia, o si el general Alvear tenía la cara art-decó que le adjudicó Bourdelle? Otras no resistieron el juicio de sus contemporáneos, como el Sarmiento de Rodín, del Parque 3 de Febrero, obra objetada desde el primer momento por no guardar semejanza notoria con don Domingo Faustino, o la estatua de un improbable Gardel, en el Abasto, que es meramente una figura humana de problemática individualización.
Indudablemente, este arte trascendental en la historia de Occidente, se ha desmerecido. Hoy en día se realizan estatuas diseñadas por computadora y con materiales sintéticos que poco tienen que ver con las realizaciones de un taller escultórico, tal como fueron conocidos por siglos. Al transitado y entusiasta dicho admirativo: “Habría que hacerle una estatua”, como materialización del mérito indiscutible y definitivo, podríamos oponerle con sinceridad y escepticismo: ¿Para qué?
Pero, al fin de cuentas, estas expresiones artísticas y sus méritos pueden ser discutidos según los veleidosos meandros de los estilos, las modas, y finalmente los gustos de cada cual, y en este artículo queremos abordar otro género de estatuaria, casi siempre anónima y de calidad pareja: la aérea, que puede contemplarse (¿alguien lo hace?) en la majestuosa coronación de muchos edificios de Buenos Aires.
Decimos de calidad pareja porque estas obras respondían más a la artesanía de maestros albañiles que al arte de un escultor. Están hechos no de mármol, bronce o piedra, sino de mampostería y con moldes, como los enanos de jardín. Estas modestas alegorías aparecen sobre antiguos edificios, generalmente presididas por rígidas y solemnes matronas con gorros frigios y envueltas (a veces no tanto) en túnicas de marcados pliegues, representando no se sabe que.
Acaso alguna de ellas aluda candorosamente al Progreso, otra a la magna Ciencia, así con mayúscula, aquella se propone no hacernos olvidar las Artes o al inasible Ideal, cuando no la Virtud, la Constitución Nacional o la no siempre ciega Justicia… ¡Quién sabe! Las vemos casi siempre sosteniendo con entusiasmo su correspondiente antorcha de cemento y abundantemente rodeadas de figuras secundarias que no hacen más que resaltar su preponderante presencia. ¿Es que acaso alguna vez se supo que mensaje encerraban, si es que lo hubo, tanto para sus contemporáneos como para la posteridad? ¿Habrá alguien que pueda decirnos hoy el ignorado secreto de estas figuras que nadie contempla, y que si lo hace nada se pregunta? ¿Y por qué se consideraba imprescindible este tipo de culminación edilicia, que sin ventaja aparente sobrecargaba la obra tanto en peso físico cuanto en pesos moneda nacional?
Lucen su inalterable imagen de módicas esfinges ciudadanas, más allá de las afrentosas y frecuentes ofrendas de gorriones y palomas que anidan en sus recovecos, sobre edificios oficiales, como Bancos, Escuelas, e Institutos diversos, pero también sobre algunos edificios particulares, generalmente de arquitectura italianizante, que podríamos datar entre 1870 y 1930. No sabemos si existe alguna especie de inventario -aunque fuera fotográfico al menos- de estas ingenuas manifestaciones de antaño, que si bien no eran el Arte, al menos expresaban una respetuosa tendencia a la belleza y a los valores que deben ser enaltecidos. No es poco.