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#06 • Marzo 2010 Año I Denuncias Urbanismo

Vándalos

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Pablo Werner
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Las hordas invasoras de Occidente, tártaros, hunos, sarracenos, vándalos o turcos, a pesar de su ferocidad, presentaban una ventaja: eran reconocibles. Ningún tártaro por ejemplo, podría pasear distraídamente por la Vía Apia sin ser detectado inmediatamente. Los vándalos, según nos informa el diccionario, constituían un pueblo que desde las orillas del Báltico llegó a invadir la España romana, y de allí pasó al Africa. Además de su furor guerrero, se caracterizaban por un absoluto odio a los monumentos. Los destruían en el acto.

Los vándalos que operan en nuestra ciudad no son reconocibles a simple vista. Más que a una raza, diríamos que pertenecen a una condición transitoria y mutante. Tal vez el muchacho anodino que sube con nosotros en el ascensor, al quedar solo sufre esa mutación. Extrae un cortaplumas o un llavero y raya el espejo, o inscribe alguna tontería arruinando el impecable acero inoxidable de un panel. Después se baja con la satisfacción del deber cumplido. Sabe que ya para siempre, ESO que está en ese ascensor es su obra. Sabe también que nadie lo sabe, y la íntima y silenciosa posesión de ese secreto da algún sentido a su insignificancia. Todas las veces que vuelva a ese ascensor se dirá que los que comparten con el esos breves momentos del subir o el bajar no saben lo que él sabe.

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Eso lo justifica. A diferencia de los vándalos auténticos, los autóctonos no destruyen completamente los monumentos. Sus objetivos son más modestos. Tal vez alcancen a llevarse parte del sable de la estatua del prócer indefenso o alguna placa. Si no se puede, enchastrarán los mármoles de la base con frases o signos incomprensibles.

No se limitan a los monumentos. Su campo de acción es prácticamente infinito. Lo constituyen en primer término, todas las paredes de la ciudad, menos los de la Casa Rosada, que por tener vigilancia permanente hasta el momento permanecen invictas. Los edificios públicos, ni hablar. No terminan de refaccionarse para ser inmediatamente cubiertas de leyendas. Basta ver el Congreso, el Cabildo, la Catedral, el monumento a Alvear, el de Roque Sáenz Peña, en fin, donde se pose la mirada.

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No sólo las paredes. También las cortinas metálicas, las persianas, las mismas veredas, los recipientes para residuos, los teléfonos públicos, los postes de luz, nada se resiste a la inspiración creativa de estos artífices del aerosol. Otros se especializan en artes sutiles: doblar chapas de señalización para confundir a los automovilistas, a ver si en una de esas chocan y se mata alguno. ¡Lástima que no puedan verlo! Otros, luego de comprar el artefacto pictórico, se dedican a tapar los números de las paradas de los colectivos. Luego en su casa, se deben deleitar pensando en los pobre viejos que recorren inútilmente las cuadras tratando de dar con la parada del colectivo que buscan.

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Los códigos no escritos del vándalo serían más o menos así: Lo que se pueda robar se roba, sirva o no sirva, y se vende, se usa o se tira. Lo que no se puede robar se rompe, o se raya, o se dobla, o se ensucia. Es lo mismo, para el caso, el tornillo de un picaporte, un trozo de tapizado del asiento del tren, un pedazo de antena de algún auto, o una insignia, un adoquín o la tapa de la alcantarilla. Lo que venga.

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Si pudiéramos confrontar estadísticas, seguramente veríamos que no existe ningún procesado ni detenido por el delito de daño o por embadurnar edificios que deben ser restaurados y pintados a su costa, quieran o no, por sus propietarios. ¿Qué pasaría si algún sufrido habitante porteño se presentara en alguna comisaría para denunciar que robaron la chapa del portero eléctrico o que las paredes y las celosías de su impecable casa han sido pintadas con leyendas por manos anónimas? ¿Se iniciaría alguna acción judicial o le aconsejarían con fingida benevolencia  dejar las cosas como están?

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Lo grave es que este estado de cosas ya se ha vuelto natural. Hasta parece existir en algunos una risueña tolerancia, con alguna mezcla de snobismo intelectual “progresista” que parece oponerse a todo lo que signifique algo de orden o disciplina o simple respeto por los derechos ajenos.

No se repara que el que escribe cualquier estupidez como “Aguante, Velez” o alguna frase soez, ejerce un autoritarismo que no se compadece con ningún principio democrático. Quien ve esas leyendas no puede no leerlas, ya que la lectura para quien sabe hacerlo es un acto autónomo independiente de la voluntad. Es decir, se nos obliga perpetuamente a hacer algo que no queremos hacer, como es leer hasta la saturación la estupidez de la pared de enfrente.

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Otras preguntas: ¿Para qué se vuelven a restaurar los edificios públicos? ¿Qué sentido tiene, si no se combate-ni siquiera se intenta- la incesante depredación? ¿Para que gastar ingentes sumas en estos trabajos que no sirven para nada?

Un caso singular son los colegios y escuelas públicas. En algunas oportunidades hemos visto a alumnos de estos establecimientos que acompañan en reclamos de mayor presupuesto para educación a los maestros y trabajadores de este fundamental sector. No nos parece mal, seguramente los sueldos no son lo que debieran ser. Pero observamos que los colegios son reparados continuamente, y entre estos trabajos está incluida, lógicamente, la pintura. Y los edificios que albergan a estas escuelas y colegios están entre los más arruinados, no sólo en su exterior, sino también en sus paredes interiores. Los alumnos no son ajenos a esta situación, diríamos sin temor a equivocarnos que, en gran mayoría, son los causantes. El dinero que se gasta en estas restauraciones obligadas, bien podrían ser destinado a aumentar las partidas para sueldos o becas.

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Y ni hablar de las Facultades dependientes de la UBA. Son muestrarios de carteles, leyendas y consignas con centímetros de espesor, en todas las paredes, en los ascensores, en las ventanas, en los baños….

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Hay una honrosa excepción: el Colegio Nacional Carlos Pellegrini, en la calle Marcelo T. de Alvear. Sus paredes exteriores se mantienen impecables, y si algún vándalo furtivo ejercita sus malas artes en la nocturnidad, su deleznable obra es anulada de inmediato. Sin duda, se cuenta con la colaboración vigilante de los alumnos, lo cual es una luz de esperanza en estas tinieblas de ignorancia y maldad inútil.

Los vándalos de la antigüedad fueron exterminados por el emperador Justiniano. Los sobrevivientes fueron asimilados y se convirtieron en ciudadanos. La solución que dan las batallas no es aplicable en este caso, pero la segunda sí. Es imprescindible encarar el problema con decisión y sabiduría, para que también aquí los vándalos se transformen en ciudadanos, y Buenos Aires vuelva a ser lo que alguna vez fue.—FXBA

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