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#97 • Septiembre 2014 Año V Arquitectura Art-Nouveau Grandes Casas Patrimonio

Rivadavia 2009

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Iuri Izrastzoff
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Hay edificios hechos para vivir. Y hay otros en los cuales este fin pareciera pasar a un segundo plano. El de Rivadavia y Ayacucho (con entrada por Rivadavia 2009) sin duda tuvo como principal motivo provocar la admiración y el deleite de quienes lo contemplen, que ya el vivir vendría por añadidura.

Pero también hoy lo entendemos como una concepción superior, y de acuerdo a la cual un edificio no podía, no debía ser meramente un edificio entendido como una superposición de paredes, puertas y ventanas, debía transmitir algo, debía tener algo que decir sobre la confianza en el país y su gente, sobre la belleza y la honestidad, sobre las buenas costumbres, sobre la certeza en un mañana mejor… Quien lo viera tenía una idea no sólo sobre el edificio, sino sobre quienes lo diseñaron y quienes lo construyeron. Y esa idea era buena.

Fue concebido como homenaje a Gaudí, por un admirador argentino, el ingeniero Eduardo Rodríguez Ortega, y fue inaugurado en 1914. Consta de locales en la planta baja, con entrepìso, y cuatro pisos de 350 m2.

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Los riquísimos elementos de la decoración fueron tomados de la Casa Batlló, incluyendo los tres guerreros de la azotea que, seguramente, recubren tirajes de chimeneas o de ventilación. Quien se pare en el frente del edificio no los verá, ya que están ubicados sobre la medianera que mira al oeste, es decir sobre Rivadavia. Para verlos hay que caminar unos veinte a veinticinco metros por la vereda de enfrente. Como, por fortuna, el edificio lindero es más bajo, se pueden divisar a estos tres inmóviles personajes medievales, y, por supuesto también ver la extraordinaria reja-escultura que protege ese costado de la azotea.

Se trata de una réplica de la Puerta del Dragón, por supuesto diseñada por Gaudí para la finca Güell, en Barcelona, flanqueada por dos pesadas pilastras para ese portón que nunca se abre.

¿Y qué decir de la torre? Se trata de una superposición de tres niveles. En el inferior, perfectamente habitable, pueden verse tres ventanas con celosías que dan a un balcón, el de arriba -con algo de arcaicos batiscafos- está iluminado por bulbosos paneles sobresalientes de vidrios facetados, que bien pudieran ser una representación gigante de ojos de libélulas (dícese que en su interior hay un dormitorio), y más arriba -nivel al que se accedería según hemos leído- por una escalera retráctil (¿tal vez diseñada por el ingeniero Eiffel, acaso?) y donde, no podía ser de otra manera, hay un telescopio instalado para quien desee observar las estrellas, y las manchas de la luna.

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Finalizando esta maravillosa excentricidad, el remate consiste en una terminación acebollada, que culmina en una veleta, elemento imprescindible en cualquier hogar, y de consulta constante para el astrónomo de la cúpula.

Este edificio estuvo muchos años luchando con la decrepitud y el abandono. Afortunadamente, hubo quien comprendió y pudo emprender una benemérita tarea, cual fue la de restaurar el antiguo esplendor de esta alhaja porteña.

Sabemos que es uno de los actuales propietarios y residentes en ese mágico lugar, que ha fundado una escuela de herrería que funciona en la terraza (y que allí reprodujeron el portón que mencionamos) y que para dar una idea de la complejidad de las tareas emprendidas, bastaría un solo dato. Y es el siguiente: las cúpulas estuvieron décadas abandonadas, por sus vidrios rotos entraban las lluvias, que filtraban por los techos y cielos rasos produciendo daños inimaginables en todo el edificio, a tal punto que la reparación parecía imposible.

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Para esto sólo, hubo que reponer 952 vidrios espejados. Como se lee. La cúpula hoy en día reluce como una diadema, y también por las noches, ya que se le ha dotado de un sistema de iluminación que resalta la belleza de su contorno.

A todo esto, quien tuvo a su cargo estas delicadísimas obras ejecutadas casi al finalizar el siglo XX, fue el arquitecto Fernando Lorenzi, merecedor de todos los elogios. Como culminación de esta obra singular, quienes la acometieron tuvieron una inspiración feliz. Como compendio del esfuerzo, y como premio a su realización, colocaron allá en lo alto el Escudo de Catalunya y esta leyenda en catalán: “No hi ha somnis impossibles”. Que así sea.

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