Cines de barrio (primera parte)
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Nada fue mejor. Ni el country, ni el club, ni los shoppings ni los ciber juegos despiertan hoy la ansiedad que antaño embargaba a los chicos los domingos al mediodía, esperando la hora de la “matinée” del cine de barrio.
Generalmente se concurría sin siquiera averiguar que películas daban. Era lo mismo. Los films eran cambiados todas las semanas, y si alguno se había exhibido antes, se lo volvía a ver, y listo.
No obstante, no faltaban aquellos que uno o días antes pasaban por el cine para ver las carteleras y las puertas, tapizadas de afiches o de intrincados anuncios artesanales diseñados y ejecutados por “el letrista”. ¡El letrista….! Muchos lo recordarán. Exhibía con indiferencia su talento ante el pequeño grupo silencioso que se formaba para admirar sus habilidades artísticas. Con sus latas de esmalte sobre unos papeles en el suelo, y un pincel en la diestra, desplegaba sus dones repentistas desentendiéndose del asombro de los chicos, que contemplaban como trazos parecidos a signos cabalísticos se iban formando mágicamente ante sus ojos. Apoyaba el índice y el canto de la mano derecha sobre el vidrio, y como un compás, su mano se deslizaba trazando incomprensibles jeroglíficos y enrevesados arabescos entremezclados con voluptuosas líneas. ¡Claro…! El artista escribía en el revés del vidrio, y así los anuncios cobraban sentido recién cuando se los observaba “al derecho”. Parecía increíble que alguien pudiera escribir de esa manera.
Una vez finalizadas sus extraordinarias tareas, el “letrista” guardaba cuidadosamente sus latas de colores, sus trapos y pinceles, previamente enjuagados con aguarrás, y se retiraba en silencio, sin echar una mirada siquiera sobre el estático público.
La pequeña pantalla blanca congregaba multitudes ululantes que ya desde la fila en la entrada, vivían anticipadamente la función: trompadas, tiros, carcajadas, exaltación… adrenalina pura.
El local era atendido por el boletero, máxima autoridad del establecimiento, que imperturbable en su enrejado cubículo, vendía las entradas con la gravedad correspondiente a sus elevadas funciones. El trabajo sucio lo ejercía un par de esforzados acomodadores ataviados con desvaídas chaquetas galonadas, y munidos de largas linternas plateadas que concitaban la envidia del público infantil. Su función consistía en cortar el talón de las entradas, y repartir programas, recibiendo a cambio algunos centavos de los más pudientes. Estos acomodadores no acomodaban a nadie; la ubicación era “sin numerar”, de ahí la premura en llegar a la fila a primera hora para poder elegir las mejores butacas. Lo de mejores se entendía como ubicación geográfica, no como funcionalidad, ya que gran parte de estos torturados habitáculos lucían más como rezagos de guerra que como butacas. Desfondadas algunas, pringosas de caramelos y chocolates de décadas atrás la mayoría, quizás alguna tachuela sobresaliente en otras, algún apoyabrazos faltante en varias, parecían más que hileras de butacas los desolados restos de un ejército en derrota.
El piso estaba cubierto de toda clase de papeles (se rumoreaba que los acomodadores después de la función volvían a incorporar al circuito aquellos programas que no estaban muy ajados) y principalmente de cáscaras de maní, ya que era costumbre consumir en la sala el cucurucho de maní caliente sin pelar comprado al manisero estratégicamente ubicado a pocos metros de la entrada. El caminar sobre esta crujiente alfombra producía un sonido difícil de olvidar, que, seguramente, ya no se volverá a escuchar en ningún lugar del mundo, al menos en ningún cine.
Al grito gangoso de algo así como “ chocolate, bombón, palito, helado…”(esta última sílaba emitida con un seco giro particular que parecía decir “Heladoop) aparecía el ¿heladero quizás?, en todo caso un señor enfundado también en una dudosa casaca símil castrense de algún ejército de opereta, blandiendo una bandeja cargada con ignotas golosinas. Lo de ignotas es porque aunque el heladero voceaba incansablemente, poquísimos, casi ninguno de los concurrentes compraba sus mercancías. Nadie ignoraba que en el kiosco de al lado era todo más barato, y la ley del libre mercado imponía sus rígidas leyes en el mundo infantil.
La publicidad, aunque algo rudimentaria, también tenía cabida en la sala. Estaba constituida por el telón-cartelera que descendía sobre la pantalla, y en la que hacían propaganda los negocios del barrio: Creaciones Mary-Flor; Select Modas; Joyería Bijou – Su casa de confianza; Gran Bazar Oriental – Todo para su hogar, y otras por el estilo. Para calmar la ansiedad muchos jugaban a descubrir palabras: ¿“A ver dónde dice pianos…” Si el contrincante se daba por vencido, el que preguntaba continuaba preguntando, hasta que el rival acertaba, y se invertían los roles.
La impaciencia alcanzaba niveles de rebelión cuando, ya desaparecido el heladero, se elevaba el telón de los carteles y las luces tardaban un segundo de más en apagarse. Cuando el pataleo y los gritos llegaban al climax, hacían su aparición formal los acomodadores, transformados en cuerpo de choque y amenazando con echar a los más revoltosos, que pateaban el respaldo de las butacas de adelante. Esto duraba poco. Finalmente las luces comenzaban a apagarse y atronadoras exclamaciones festejaban el inicio de la proyección con el rubro “Variedades”, que consistía en una extensa muestra de cortos cómicos: el Gordo y el Flaco, Carlitos Chaplín, La Pandilla, y noticieros, que es lo que menos importaba al ruidoso público. No faltaba algún capítulo suelto de alguna serie, tipo “La Araña”, o “La mano negra”, totalmente incomprensibles, ya que se desconocían los capítulos anteriores, y seguramente tampoco se emitirían los siguientes en tiempo y forma. No importaba. Había persecuciones, crímenes, tiros, y trompadas y con eso bastaba.
Cada acción en la pantalla se multiplicaba geométricamente en la sala. Las exclamaciones, los gritos, las risas incontenibles hasta el frenesí acompañaban tumultuosamente las festejadas secuencias en las que triunfaba el héroe, y el pataleo -mil veces más potente que el del más renombrado tablado flamenco- trataba de impedir las arteras maniobras del villano, que terminaba siempre, según la afortunada frase, “mordiendo el polvo de la derrota”.
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Segunda y última parte aquí