Plaza Vicente López
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En las últimas décadas, los reacomodamientos del tránsito en nuestra ciudad han generado soluciones insólitas, que tal vez no reconocen antecedentes en otros lugares del mundo. Calles que invierten su sentido de circulación en una bocacalle cualquiera, otras denominadas avenidas que en realidad no lo son, cambios de nombre en distintos tramos, y otras extravagancias ya no asombran a nadie, pero quizás las situaciones más notables son las existentes en torno a la Plaza Vicente López.
Este bellísimo predio ejerce con éxito una doble función: la correspondiente a su condición de plaza y la de ordenador de tránsito.
En su primera tarea cumple con el requisito básico de toda plaza de Buenos Aires: tener una estatua. Y que, por supuesto, no puede ser otra que la del autor del Himno Nacional.
Aunque, es evidente, hace décadas que las estatuas han dejado de tener la significación de antaño. Tanto es así, que si se sacaran los nombres de los basamentos respectivos (cosa que ha sucedido en muchos casos, sobre todo si son de bronce) seguramente no podrían volver a emparejarse. Un detalle curioso: el monumento está aislado del resto de la plaza, en una pequeña isla nominada Blas Parera, como modesto homenaje al casi desconocido músico catalán que compuso las notas de la canción patria.
En el centro de nuestra plaza, un inmenso y viejísimo gomero parece hundir sus raíces hasta el centro de la tierra y funcionar como un eje alrededor del cual gira imperceptiblemente todo lo que se ve y quizás, también, todo lo que no se ve.
Lo cierto es que este árbol ya estaba allí, cuando no había nada de lo que ahora hay, cuando esos terrenos eran inciertos andurriales que se conocían como el Hueco de las Cabecitas y allí se arrojaban los restos y desechos de unos mataderos de las inmediaciones. Alguna que otra desvencijada casilla de latas y tablones asomaba su maltrecha estampa entre los pastizales… Nadie que podía ir por otro lado pasaba por allí. Paradójicamente, hoy sucede lo opuesto.
Volviendo a su función ordenadora, es innegable la eficiencia con que resuelve problemas como el de Juncal, que en el tramo que comienza en Retiro corre en un sentido hasta la plaza, en tanto que en el que va desde las vías del tren en Pacífico hasta el lado Norte de la misma plaza, corre en sentido contrario. Y allí, increíblemente, se convierte en una sinuosa senda que ya no se llama Juncal, sino Arenales.
Esta curiosa circunstancia responde a una ingeniosa modificación que alteró, en este caso para bien, esa cuadra de Arenales al 1500, entre Paraná y Montevideo, ya que permitió un ensanche considerable de la vereda, alejando así el tránsito de los edificios y creando una zona parquizada en gran parte de este excepcional rincón, que también es plazoleta, y está dedicado al historiador Enrique Udaondo.
Residencias de gran categoría se levantan, no sólo en esta cuadra, sino en todo el ámbito que circunda la plaza.
Y hay una muy especial en esta cuadra de Arenales al 1500, exactamente el 1556, que podría catalogarse en esa categoría que excede la de petit hotel, sin llegar a ser palacio, seguramente porque no existió tal intención en quienes lo construyeron en 1911.
Es una residencia de fachada sobria, clásica, de cuatro pisos, que pasaría desapercibida al lado de muchas otras.
Su principal atractivo es la gran calidad y robustez de su construcción.
Durante muchos años perteneció a la familia Ballester Molina, y hace ya también muchos años (consideremos que tiene más de un siglo) fue dividida en pisos.
Como tantas construcciones similares, en la actualidad está siendo sometida a una nueva reestructuración interna, pero con un plan mucho más cuidadoso que el que se ha llevado a cabo en otras remodelaciones.
Se ha priorizado el respeto a las generosas proporciones y suntuosos detalles originales por sobre la intención meramente económica de extraer el máximo número de metros cuadrados posibles del lote, o su simple demolición para simplificar el proceso constructivo.
La idea es, entonces, lograr el clima de época, conservando sus chimeneas, los pisos de roble de Eslavonia, el ascensor original, la boisserie de muchos ambientes, la altura de los pisos, y en fin, recuperar lo mejor posible el encanto de ese estilo de vida, por supuesto sin renunciar a lo mejor de toda la tecnología actual.
En un segundo plano, y retirada de la línea de edificación, se han levantado siete pisos con unidades de la misma categoría, con entrada compartida con la residencia original.
Esta compleja tarea requiere artesanos de artes y oficios muy competentes, reunidos bajo la dirección personal, constante y eficaz de los arquitectos Hampton-Rivoira, quienes, como podemos ver en las fotos, están cumpliendo con excelencia lo que se propusieron desde el primer momento.
No se nos escapa que estas unidades están dirigidas a un grupo muy especial, pequeño por definición, integrado por personas que buscan ese algo exclusivo, distinto, íntimo, que generalmente no proporcionan las excesivas, espectaculares y rutilantes torres que vemos elevarse todos los días en Buenos Aires, tan igualmente excesivas, espectaculares y rutilantes como las de cualquier ciudad del mundo.
Pero esto que comentamos no se ve en todas partes, así que decimos a los que saben: ¡A no distraerse…! -FXBA