Atlantes
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Si alguien pudo decir que su vida era una carga pesada para sus hombros, ese fue Atlas o Atlante, dios gigante de la mitología griega. Por orden de Zeus debía sostener (tal vez lo siga haciendo) la bóveda celeste, para separar los cielos de la tierra. Esta infinita tarea le impedía la más mínima distracción, como espantarse un mosquito de la nariz o rascarse la espalda, por ejemplo.
Aunque este esforzado y perseverante dios era hijo de Neptuno, sus descendientes porteños reconocen un origen más modesto, ya que provienen de las expertas manos de albañiles, generalmente italianos, que empeñosamente se dedicaban a ornamentar los edificios de nuestra ciudad. Claro que no estaban solos en su inmovilidad: sus compañeras del bello sexo, las cariátides, también adornan muchos suntuosos frentes en nuestras calles.
Estos gigantes de piedra o mampostería abundan en algunos rincones de Buenos Aires: en la avenida Rivadavia, en el edificio que hubo de ser la Embajada de Austria-Hungría en Perú y Belgrano, en lo que fue el cine Gran Splendid, hoy librería El Ateneo, de la Avenida Santa Fe, en el Teatro Colón y en tantos otros lados que no escapan a las miradas de quienes saben buscar. Y encontrar.
Algunas de estas figuras, casi todas ellas cubiertas de verdín o de esa indescifrable mezcla de substancias que forman la poéticamente denominada “pátina de los años” son simplemente ornamentales, pero otras cumplen sin desmayos su irrenunciable función de columnas, que no otra cosa son, mal que nos pese, las originales Cariátides del Partenón.
Estas descendientes porteñas, por lo general, pudorosamente ataviadas con sus túnicas, son menos expresivas que sus compañeros de tareas. A juzgar por sus rostros impávidos parece que no les pesaran las toneladas de hierro, ladrillo y cemento que soportan, y hasta podríamos adivinar un aire de entre risueño y divertido si las observamos sin que se den cuenta.
Pero en cambio, resulta doloroso contemplar en los Atlantes sus músculos y sus rostros contraídos por el esfuerzo. Recién ahí comprendemos la preocupación y el sufrimiento que los embarga por tamaña responsabilidad.
Permanezcamos tranquilos. Nada los distrae, ni nada los distraerá en el futuro. Ni las irresponsables palomas insolentes, que se posan (y algo peor) sobre sus indefensas cabezas, ni las bombas de estruendo de las cada vez más frecuentes manifestaciones, ni las tempestades con lluvia, viento y relámpagos, ni, en fin, nada que pueda suceder los apartará de su estricto cumplimiento del deber. Casi todos vieron el primer centenario, verán el segundo, y ojalá que allí estén en los sucesivos.
Los Atlantes…¡Cuánto mejoraríamos si imitáramos su silencioso y esforzado ejemplo!