Parece que en España todavía existen. En Buenos Aires hace rato que no se los ve más. Hasta la década del 40, quizás algo de los 50 su presencia era habitual en las plazas y luego, paulatinamente la especie se fue extinguiendo sin que ninguna asociación conservacionista denuncie su extinción.
Enfundados en un largo guardapolvo y gorra gris, anunciaban su llegada haciendo sonar un triángulo de metal, para atraer la atención de la clientela menuda. No hacía falta, por cierto. Su presencia era detectada sin necesidad de aviso de ninguna índole.
El barquillero- tal era su apelativo y su oficio- portaba ceremoniosamente un recipiente de metal, de aproximadamente un metro de alto, cilíndrico, muy parecido a los rojos buzones de la esquinas, que colocaba en el suelo mientras era rodeado por los chicos, que pugnaban por ser atendidos.
Pero digamos primero, para quienes no saben, que era el barquillo. Consistía en una masa de harina de maíz tostada, sin levadura, confeccionada con miel y huevo. Es la misma, a muy parecida, a la de los cucuruchos de los helados. En aquellos años, de placeres infantiles más modestos, esta golosina, superada hoy infinitamente por toda clase de combinaciones del consumismo, constituía una verdadera y codiciada atracción.
Según parece, el nombre de barquillero y barquillo, proviene del hecho que los primeros productos- imaginamos que en España- tenían una forma curvada similar a la de un bote, y de ahí devino el característico nombre, y, lógicamente, quien vendía barquillos no podía ser otra cosa que barquillero.
En Buenos Aires, aún cuando persistía la denominación original, el diseño había sufrido modificaciones importantes, ignoramos si por afán de modernidad, o por simples cuestiones utilitarias. En efecto, el mítico barquillo original se había convertido en una redonda plancha de masa replegada sobre si misma, casi como un cartón doblado, y su superficie estaba marcada por una cuadrícula en relieve, sin duda producto del molde sobre el cual se cocinaba. Lamentablemente, la historia, tantas veces ingrata con los precursores, no ha registrado el nombre del innovador que introdujo esta nueva técnica, como tampoco el de quien imaginó la novedosa estratagema que impulsó considerablemente las ventas.
En efecto, la astucia de este ignorado talento de las finanzas, seguramente inspirado en la vieja máxima que nos aconseja unir lo útil con lo agradable, lo hizo avanzar un paso más allá, y en un rapto de genio, entrevió la clave del éxito: vinculó la nutrición con el juego.
El negocio funcionaba así. El niño pagaba un único precio, digamos 10 centavos, y con este sencillo requisito ya estaba en condiciones de participar. Como hemos dicho, y esta es la clave, el recipiente era cilíndrico, de un diámetro que podríamos calcular en unos cuarenta centímetros, y en la tapa tenía instalada una especie de ruleta.
Creemos recordar que en el borde seccionado del artilugio, en vez de los números de las ruletas verdaderas, tenía espacios alternados numerados del 1 al 3. El reglamento de la casa era muy simple: el consumidor o jugador, como se prefiera, debía accionar el eje central que giraba adosado a una lengüeta larga, que finalmente se detenía en alguno de los casilleros mencionados.
Quien lograba el número 3 tenía, además de los tres barquillos, la satisfacción inenarrable del triunfador, seguramente similar a la de los legendarios jugadores que alguna vez lograron desbancar al Casino de Montecarlo; algo menos para quienes embocaban el 2 y el que sacaba el 1 quedaba conforme, porque al fin y al cabo, era el precio básico del barquillo. En suma, en última instancia nadie perdía, y todos se retiraban contentos a saborear el inefable barquillo y siempre se podía volver a tentar fortuna, si se contaba con el capital necesario. Algún moralista podría objetar que se estaba iniciando a la niñez en los escabrosos senderos del vicio al vincularlos a tan temprana edad con la compulsión del juego, pero no creemos que la desaparición de este personaje de las plazas porteñas se deba a una denuncia de esta índole. Simplemente se ha extinguido por el cambio de las costumbres, de los gustos, de la vida, en definitiva.
En algunas plazas existen ahora kioscos o carritos con venta de bebidas y panchos que, desde luego, no tienen nada que ver con nuestro injustamente olvidado barquillero y la precursora e inocente ruleta sin bolilla, que deleitó a varias generaciones de chicos porteños.—FXBA