Buenos Aires x Brascó
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El ilustre filósofo, ensayista y crítico catalán Eugenio d´Ors aconsejaba a los autores teatrales procurar que lo que suceda en el escenario sea más interesante que lo que ocurra en la platea. Miguel Brascó, también descendiente de catalanes, y también filósofo, escritor, pintor, poeta, especialista en vinos y cocinero maestro de las buenas y honestas costumbres aplicadas a la antigua práctica del comer y el beber, acata y ejecuta el precepto, no en el escenario del teatro, sino en el más vasto de la vida.
Así, lo que sucede a su alrededor es, sin duda, mucho mejor que lo que pasa en las inmediaciones. Debe preferirse este escenario como una charla de sobremesa, (o de mesa directamente) en el fluir de una conversación siempre matizada por Brascó con toques de tiernas ironías, observaciones curiosas, datos insólitos ofrecidos naturalmente, inmerso en la jocunda amenidad con que aborda cualquier tema, por serio que fuere.
Este porteño, como tantas figuras ciudadanas, no nació en Buenos Aires, sino en Santa Fe. Pasó parte de su infancia y adolescencia en Puerto Santa Cruz, acompañando a su padre, médico rural. De este heredó el amor por la lectura, casi obligada por el rigor del incesante viento.
Se graduó de abogado en la Universidad de Santa Fe, con estudios de post-grado en España. Allí vivió una larga temporada. Y también residió en Suecia, Holanda y Perú.
Pero no es en estas andanzas y disciplinas donde debemos buscar al Brascó que todos conocemos, o creemos conocer, sino en otros ámbitos. Por ejemplo, en su producción autoral, con títulos tales como “Agua y sol del Paraná” y su triunfo “La Vuelta de Obligado”, o en su novela “Quejido Huacho”.
Residente y vecino de varios barrios porteños, ha anclado en Barrio Norte y desde allí inicia sus rituales recorridas por fondas, parrillas, restos y boliches varios, evaluando, comparando y tomando notas para sus artículos.
En estas idas y venidas, deplora y sufre -como tantos- el estado de suciedad y abandono de las calles y veredas, y, sobre todo la deliberada injuria que sufren cotidianamente los edificios, públicos y privados, pintarrajeados hasta la náusea por inscripciones soeces o idiotas, sin que nadie parezca competente para intervenir en defensa de nuestro patrimonio urbano.
Sus notas sobre gastronomía, sus consejos y observaciones sobre vinos y licores varios que tantos agradecen y acatan meticulosamente determinan el perfil ameno, divertidísimo de este viejo porteño que se entretiene y nos entretiene con sus comentarios, que tienen un dejo a los tan añorados artículos de su gran amigo Landrú.
Quienes pretendan encontrar en aquellos una serie de recomendaciones sobre que se debe pedir en tal o cual lugar y con que bebidas deben acompañarse los platos recomendados, sin duda lograrán su propósito, ya que, al fin y al cabo, de eso se trata.
Los que sepan valorar el estilo elegante y distendido de Brascó, su coloquial forma de dialogar con el lector en sus sencillas notas, disfrutarán mucho más, porque en esas sencillas notas hay mucho más de lo que se ve en la superficie.
No es sino con un gran rigor estilístico, una enorme masa crítica cultural y sobre todo mucha calle de tránsito difícil como puede lograrse la sencillez aludida. Que también es su norma en la elección del buen yantar: prefiere la sencillez de un plato tradicional honestamente elaborado a las rebuscadas opulencias manjarescas de ocasión. Ada Cóncaro, alma mater de Tomo I, fue citada reiteradas veces con admiración.
Sus notas en Diners, Ego y Status formarían una antología de sapiencia y humor que bien merecerían la impresión en volúmenes, sugerencia esta que dejamos a la consideración de tanto editor amigo.
Miguel Brascó, sin proponérselo ni quizás imaginarlo, ha elaborado una obra tan diversa, heterogénea para ser más precisos, que cuesta imaginarla de una sola persona: pero tan pareja en sus méritos que constituye un caso singularísimo en las letras y en el arte argentino.