Borges y Bioy Casares solían evocar con simpatía unos versos de María Raquel Adler —la “Poetisa Mística de América”— que dicen así: Luego por circunstancias económicas / tuvimos que mudar de domicilio / y abandonar la casa que mis padres / habían adquirido en la calle Oruro…
Los vaivenes inmobiliarios de la familia Adler hoy suenan poco interesantes; mucho más atractiva es la mención de la calle al final de la estrofa. Oruro tiene cierta resonancia de gruta. En la escritura puede recordar el capicúa de otras calles como Neuquén o Yatay; pero estas, pronunciadas, resultan más estridentes. En cambio Oruro, obligada a ser emitida con mayor gravedad, conserva “misterio”.
Pero es la calle misma, más allá de su nombre, la que trae una módica perturbación. Observémosla. Corta en diagonal el oeste de San Cristóbal: un barrio que de no ser por ella ofrecería una imagen bastante regular en su trazado. Además, es una arteria angosta. ¿Cómo fue a parar ahí esa línea fina y oblicua que en apariencia solo estaría para unir en sesgo Sánchez de Loria con Deán Funes, dos calles que no necesitan una especial comunicación entre sí, y menos con una diagonal angosta?
Tiene su explicación. Oruro es el recuerdo de un ramal ferroviario. Era el “Tren de las Basuras”: un tendido que se desprendía del Ferrocarril Oeste en la estación Once e iba hasta el Riachuelo para alivianar los desechos de la ciudad. Puesto sobre un mapa actual, digamos que corría por Sánchez de Loria, luego por Oruro, y seguía por Deán Funes y su continuación Zavaleta. En su cruce con Garay tenía un puente de fierro, cuya pintura (¿o su oxidación?) pronto le dio el nombre de “Puente Colorado”.
El tren llegaba al Depósito de Basuras (la “Quema”) ubicado en una esquina del Camino de Puente Alsina (hoy Avenida Amancio Alcorta) con los terrenos de Leonardo Pereyra Iraola, y metros más adelante terminaba frente a un marcado meandro que tenía y sigue teniendo el río, donde estaba el Saladero de Pizarro, estableciéndose un muelle del ferrocarril. En un plano de 1888 leemos que esa zona era conocida como “Jerusalem”.
La traza de este ramal —que en realidad nació para traslado de mercancías y, ocasionalmente, pasajeros— estaba aprobada desde 1865. En 1869 ya transportaba, además, las basuras hasta la Quema. No obstante, la inauguración oficial recién fue el 30 de mayo de 1873, ocasión para la que se invitó al ex presidente Bartolomé Mitre a hacer un viaje.
El tren iba y venía con su carga fétida, descargando miles de toneladas anuales. Era útil, pero nadie había tenido en cuenta que la ciudad continuaría creciendo. Para la década del ’80 las vías ya no corrían por lo que fuera el límite de algunos barrios: estos se habían expandido y el ferrocarril había quedado “encerrado” entre manzanas y manzanas cada vez más pobladas. Y el tren comenzó a ser una molestia.
En 1888 la Municipalidad prescindió de sus servicios para acarrear basura. El ramal siguió funcionando como tren carbonero, aunque cierta negligencia en la atención de su tráfico, sumada a los problemas de la densidad urbana, aumentó la cantidad de accidentes. En 1895, finalmente, fue clausurado.
De él nos quedó como recuerdo más notorio la calle Oruro. Estaba abierta al paso público desde los tiempos del ramal (se la conocía como “Diagonal Ferrocarril” o “Curva del Ferrocarril”), recibiendo el nombre de Oruro por ordenanza municipal del 27 de noviembre de 1893. Cuando después de 1895 las vías se levantaron, se integró definitivamente al mapa porteño como si fuese una calle cualquiera.