Que nadie vea en estas líneas otra cosa que admiración. Tanta inocencia debe, forzosamente, prevalecer al fin sobre la vulgar descalificación del público vulgar que atesta los bares comunes, llenos de lugares comunes, con decoraciones comunes, comidas comunes y modales comunes.
Qué decorador, escenógrafo o pintor de Buenos Aires, o digamos del mundo, puede haber perpetrado, sin duda sin saberlo, el clima absolutamente imposible de irrealidad que ofrece al caminante la agobiada imagen del bar-restaurante aparentemente sin nombre (aunque, Aída, su dueña, nos informó que se llama Casa David) y que irradia su fantasmagoría de grand-guignol desde la vieja esquina de Viamonte y Luis Dellepiane.
El surrealismo es un juego de niños para ese cuchitril desvencijado y grotesco, y tan maravilloso como esas viejas señoras que fatigan las veredas y los espejos con sus pinturas de máscaras aborígenes. Su decoración, por darle un nombre, nos conmueve por su candor. No intenta sugerir categorías que no posee, ni las pretende.
Ofrece al mundo sin costo alguno su exquisita fealdad, primorosa joya de ruinosa mampostería, vidrios rotos y flores de plástico. Su existir es inefable, etéreo, sin dobleces, casi una alucinación. Es lo que es fuera de nosotros, y tanto podría estar en esa esquina florida de colorinches, plantas y leyendas, como en Montmartre o en algún decorado roto de “La ópera de dos centavos”.
Porque no es el viejo despacho de bebidas donde van los que tienen perdida la fe, ni el cafetín del Buenos Aires discepoliano. No tiene color local, ni lo tendría en ninguna parte. Intentaremos alguna imagen: sobre la ochava, y bajo una pesada y amenazante marquesina, fileteada por dos bandas de smog, lluvias, alquitrán y hollín de décadas. ostenta como escudo heráldico un increíble tazón de cemento flanqueado por algo que nos recuerda sombríamente a un par de medialunas, suspendidas en el espacio.
Sobre la pared de Viamonte se ofrece a la consideración pública como apetitoso tentempie un sándwich y un pancho, seguramente materializados en un rapto de inspiración por algún media cuchara devoto de Magritte, contratado quizás por el pago de un sándwich y un pancho de verdad.
Del bar de enfrente, claro. ¿Alguien puede tentarse con estas aproximaciones al hiper-realismo, ejecutadas en la más descascarada y cochambrosa mampostería de América Latina?
Los muros están cubiertos de extraños paisajes y escenas tremendas que no logramos explicarnos con claridad, y que tal vez algún día serán rescatadas para algún museo del delirio. Un ventanal con el vidrio rajado sobre Viamonte deja entrever el interior: sólo un par de mesas rústicas, un mostrador cubierto de facturas varias, algunas botellas, un menú escrito con tiza y una vieja heladera nos informan sobre lo visible.
Que, como todos sabemos, no es lo esencial. Lo esencial, no se nos escapa, es entrar. Simplemente. Saber como es sentarse a alguna de esas dos mesas comunitarias, fichar que clientela lo frecuenta, ver un partido de fútbol en ese televisor, echar un párrafo, y, en fin, mimetizarse con los parroquianos. Estuvimos a punto de hacerlo, pero un esqueleto pintado junto a la puerta, riente y bonachón, como los de Holbein, nos pareció una advertencia del destino.
Recordando los admonitorios versos del Dante, preferimos conservar la esperanza, y seguir con la ñata junto al vidrio. Quizás algún día podremos contar la segunda parte.