Cerveza (primera parte)
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El diccionario francés-castellano nos informa que triolet quiere decir tresillo. ¿Tresillo…? Para los chicos de antes que acompañaban a sus mayores a alguna confitería, el triolet era ese adminículo plateado de tres platillos de pronunciada concavidad, con una larga manija que los unía y que portaba una milagrosa carga de papas fritas, maníes y galletitas, consumida en menos de lo que tarda en decirse.
Generalmente, en épocas de calor se pedía cerveza, por supuesto, “bien tirada”. Esto quiere decir cerveza suelta, no de botella, y con la sabiamente dosificada corona de espuma que remataba la medida que se solicitara: chopp, la más grande, imperial, una razonable medida intermedia, y cívico, una pequeña cantidad, para los chicos ya más grandecitos que comenzaban a abandonar la granadina o la bilz.
La cerveza “tirada” era siempre rubia. Porque había otras categorías, (que ahora han vuelto incrementadas por variedades desconocidas) la negra- vulgo “africana”, la pilsen y la cristal, que es la rubia. Estas diferencias eran marcadas en los carteles publicitarios, y se encarnaban en tres espléndidas señoritas: una evidentemente negra, otra pelirroja y finalmente, la rubia. Las tres sonreían sugestivamente, en una aproximación bastante osada a todo aquello que después fue catalogado como “sexy”.
En los entornos de la ciudad, cuando aún abundaban los locales con cancha de bochas o de pelota a paleta, no faltaban quienes se rendían a los encantos de la bigamia, y pedían cervezas variadas, mezclándolas o incluso agregándoles una dosis de “naranjín”, o también “naranjina”, como solía decirse. No hace falta decir que pagaban la vuelta los que perdían en el juego, sea los mencionados, o los de baraja, como el tute o el truco.
En estos ámbitos no se conocía el mentado “triolet”, que era exclusividad de las confiterías, que aún tenían reservados, y el inefable “salón familias”, lugar más apropiado para las citas discretas que para las familias auténticas.
Lo más que podía exigirse era un platito con maníes. Ya para más, sólo cabía pedir algo de salamín, que el encargado del mostrador cortaba sabiamente al bies, sobre un papel de estraza, acompañado con rotundas rebanadas de pan. Desde ya que se facturaba aparte.
Los “Munich” eran otra cosa. Lo dejamos para la próxima.