Para la mayoría de los sufridos habitantes de esta devaluada Reina del Plata, que devoran a las apuradas un pancho o un yogurt al mediodía, no debe ser fácil imaginar como se comía en los hogares porteños en el siglo XIX, y principios del XX.
En las casas porteñas, las cocinas- alimentadas a leña- estaban al fondo, separadas del resto de la edificación. Precaución elemental, para que un incendio no causara la pérdida total de casa, muebles, enseres o incluso vidas.
Veamos los elementos principales. El agua era provista por el aguatero, un individuo que a bordo de un carromato tirado por bueyes y cuya caja estaba constituida por un gran tonel de madera se internaba en el río de la Plata. Allí con un balde llenaba el recipiente, y luego, haciendo sonar una campana para prevenir su llegada vendía el líquido elemento por las calles.
Algunas casas tenían aljibe en el patio principal. Era una cisterna de material, conectado por cañerías a los desagües de los techos, de modo de aprovechar el agua de lluvia, circundada por un parapeto de ladrillos, o a veces de mármol, llamado brocal provisto de un arco superior de hierro, con cadena, roldana y balde, para extraer el líquido.
El aceite, hasta la primera década del XIX se traía de España, y la harina también era importada. La carne, de la ganadería semi-salvaje de los campos porteños, no se vendía en locales, sino en plena calle, donde el carnicero, a golpes de hacha y tajos de facón trozaba la media res de acuerdo al pedido de los clientes.
Lo más apreciado era la lengua y el matambre. Nada de pesceto, bola de lomo ni colita de cuadril, ya que esos cortes fueron impuestos recién con la tipificación para la exportación a Europa. Las achuras se tiraban en el matadero, y se las disputaban los perros y algunas pobres negras, según el clásico relato de Echeverría.
La sal y el azúcar también eran locales. La primera, se recogía en carretas en las lejanas salinas bonaerenses, luego de largas y peligrosas expediciones, y de los ingenios de Tucumán provenía la segunda.
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Verduras muy pocas. Papas, sí, también zapallos, cebollas y batatas, igual que legumbres como garbanzos, porotos y lentejas, que solían comerse para Semana Santa. Se desconocían las pastas, igual que la pizza, la fugazza y la fainá (¿o faina?) impuesta por los genoveses de la Boca desde principios del siglo XX.
Cerdo, casi exclusivamente para embutidos. Lucio V. Mansilla cuenta en sus Memorias que su padre-Lucio Norberto, el de la Vuelta de Obligado- solía mandar a comprar a la fonda de la esquina chorizos fritos, y alguna jarra de vino. No especificaba si prefería el Cabernet-Sauvignon, el Merlot o el Bonarda. Vino, entendido tinto.Pescado del río. Bogas, sábalos, bagres….También eran apreciadas las ranas, no olvidemos que muchas calles eran zanjones y arroyos…
No olvidemos los vendedores ambulantes, como las clásicas negras vendedoras de empanadas, pastelitos y mazamorra.
Los huevos eran provistos por los gallineros que había en el patio del fondo. Ellos eran la base para muchos postres: yema quemada, budín del cielo y otros, que a veces suplantaban la infaltable mazamorra y el arroz con leche.
Va de suyo que los gallineros también aportaban la principal y sufrida protagonista del puchero de gallina, que como premio a una vida dedicada al trabajo y a la perpetuación de la especie, era condenada a hervir en las profundidades de una negra olla. Al desaparecer los gallineros con sus malos olores, el puchero y las gallinas, desapareció también un personaje clásico- no puedo calificarlo de delincuente- cuya modesta especialización pasó a ser un despectivo: ¡Ladrón de gallinas!
Luego, o quizás ya un poco antes de la caída de Rosas, comenzó cierta refinación, atribuida generalmente a Mariquita Sánchez, de platos elaborados de acuerdo a gustos europeos, y servidos en fuentes con tapa ¡nada menos!.
También a Buenos Aires llegaban con las carretas productos del interior para los golosos porteños: caña de azúcar para chupar, alfeñiques, colaciones, alfajores y muchas otras delicias provincianas.
Ya después de Caseros, y con la aplicación de normas municipales se tipifican lentamente los comercios ateniéndose a nuevas normas de higiene. Al abrirse las importaciones llegan extraordinarias novedades enlatadas y en frascos, y exquisiteces variadas, como los higos de Smirna, los dátiles africanos, turrones de jijona o el bacalao noruego.
Ya luego, es más conocido. Comienza a popularizarse el uso del gas, que va suplantando lentamente la cocina a leña, abren los grandes restaurantes del centro, los hoteles, se diversifican los gustos hasta que llegamos al día de hoy, con una variedad infinita de productos de toda índole. Sospechamos que están más para el deleite visual que para la mesa, ya que para aprovecharlos en su justo valor, a la gente le falta el ingrediente principal, hoy tan menguado: tiempo.
Así es como vemos gente comiendo algún sándwich en las plazas y mirando la hora de reojo, y atareados transeúntes masticando un pancho mientras corren para alcanzar el colectivo. Otros en la cola de un banco mastican un alfajor (diet ,claro), y hasta en el encierro de los subterráneos se mastica y se deglute a dos carrillos.
Podríamos preguntarnos que pasó con las cocinas, con las ollas burbujeantes del puchero, con la mesa tendida, los manteles, y, finalmente, con la familia. Podríamos, sí.