De restos y bodegones
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Si uno busca en el diccionario, no encontrará la solución. El porqué a veces decidimos ir a comer a un bodegón cualquiera, o a una cantina cualquiera, o a un restaurante cualquiera, no constituiría, desde luego, ningún misterio.
El misterio está en que el bodegón, la cantina o el restaurante es, muchas veces, un único lugar que no cambia. Lo que cambia es el nombre con que lo denominamos según el humor o las ganas del momento.
El supuesto bodegón es el apelativo que le damos al lugar de siempre cuando vamos con algún amigo a comer algún suculento plato acompañado de un tinto de la casa, y que se transforma súbitamente en restaurante en alguna ocasión más interesante.
Según el diccionario, un bodegón vendría a ser un sitio donde se sirven bebidas y viandas ordinarias. Nada que ver. Si tuviéramos que describirlo, un bodegón vendría siendo (para usar jerga de bodegón) un lugar frecuentado por parroquianos habituales, a los que el mozo conoce desde hace años, con comidas caseras recomendadas, y sugerencias por el estilo de que pidamos para dos si somos tres porque las porciones son abundantes.
Lo relacionamos también con fiambres, quesos, antipastos y, en general, comida de olla, manteles a cuadros, y profusa cantidad de fotos-casi siempre futbolistas y boxeadores de antaño, y el insoslayable Gardel- junto a carteles escritos a mano, con desopilantes faltas de ortografía, con “sugerencias de la casa”. Abunda la cebolla de verdeo, la papa frita, y el aderezo denominado “Provenzal”, para disimular su ruda condición primaria de ajo y perejil picado, y no faltan las botellas de vino chianti en su familiar canastita y los jamones colgados, con algo de remembranza hospitalaria de pierna enyesada, sugerida por la funda de tela blanca que los envuelve. Si, claro. El pensamiento más común es el clásico: “¿Estarán bien asegurados? Mirá si se nos cae uno en la cabeza…”
Creemos que no se registran casos de esa índole, ¿no? La gente es más ruidosa, siempre hay barras que festejan algo, cualquier cosa, y hay sifones en la mesa y bolitas de miga de pan. ¿Cómo olvidar las mesas donde se reúne la familia, los tíos, el novio de la nena, la cuñadita, y los hermanitos que se pelean mientras la madre amenaza con no traerlos más, cosa que lamentamos no haya puesto en práctica antes de salir.
Bueno, esto es más o menos así. ¡Ah…¿Y por qué no fonda? Que, por otra parte, casi siempre es la fonda de la vuelta o de la esquina. Claro que también está la fonda a la que promete llevarnos alguien que se las da de conocedor, y que, por lo general justo cuando llegamos después de una peregrinación, está llena, y después de una hora de estar parados, terminamos sentados en una mesa al lado del baño, y comiendo lo que no pensábamos pedir para no perder más tiempo.
Para el diccionario la fonda no es lo que nosotros conocemos. Es un lugar donde dan hospedaje, se sirven comidas y bebidas y eventualmente, hay canto y baile. Todo esto tiene un cierto aire de zarzuela muy simpático, pero no es lo que se estila por aquí, donde la fonda o la cantina es el nombre que damos a ese lugar simpático, cómodo y familiar como un saco viejo.
Lo que nos incomoda es que insistan en asegurarnos que vamos a comer como en nuestra propia casa, cuando lo que queremos, justamente, es comer como se come en la cantina. Que para eso vamos, hombre.