No corrían buenos tiempos para el mundo en 1939. Luego de la ocupación de Polonia por las tropas nazis, la guerra ya era un hecho, y la humanidad, expectante, aguardaba las horas de horror que se avecinaban. En ese clima angustioso, tan poco propicio para pompas y festejos se concreta en Buenos Aires la venta del Palacio Ortiz Basualdo al gobierno francés, como sede de su embajada ante el gobierno argentino.
La residencia, de cara a la plazoleta Carlos Pellegrini, se desarrolla sobre dos frentes, uno sobre la calle Arroyo y otro sobre Cerrito, y, de hecho, es el último edificio de esta calle, con el número 1399.
Catorce años atrás, en 1925, la mansión había vivido sus horas de mayor esplendor, cuando fue cedido para alojamiento de Eduardo de Windsor, príncipe de Gales, que visitaba nuestro país.
Del esplendor y el boato de las recepciones ofrecidas por el presidente Alvear, y las retribuidas por la comitiva británica, quedaron ecos legendarios durante muchísimos años.
La construcción de la residencia fue encargada en 1912 por el matrimonio Ortiz Basualdo-Zapiola al arquitecto francés Paul Eugene Pater, quien, por esos días, junto a otro colega francés, Louis Dubois, llevaba paralelamente a cabo las obras del Casino del Tigre Hotel, hoy Museo Ubieto.
Es pertinente esta aclaración sobre los comitentes, pues muchos creen que el Palacio Ortiz Basualdo estaba ubicado en la esquina de Maipú y Arenales, frente a Plaza San Martín. Y no están equivocados, ya que este edificio, lamentablemente demolido en 1969, era también llamado así, pero, en este caso, propiedad del matrimonio Ortiz Basualdo-Anchorena.
La hoy Embajada de Francia, construcción principesca de planta baja, dos pisos y mansarda, es característica de lo que se conoce internacionalmente como escuela Beaux-Arts, que armoniza con elegancia diferentes estilos clásicos, con todos los recursos de la ornamentación como paneles de bajo relieve, pilastras, guirnaldas, esculturas, balaustradas y policromías. Por supuesto, en este caso, la realización se efectuó con los más finos y selectos materiales, como mármoles de diferentes colores para el dibujo de los pisos, finísimas maderas para el artesonado y recubrimiento de paredes, herrería artística en verjas, portones y rejas, y utilización de bronce al mercurio con diseños exclusivos para las fallebas, cerraduras, picaportes y manijas de ventanas y puertas.
El edificio es coronado por una airosa cúpula de pizarra con mirador de zinc, ubicada en la torre central que divide las dos alas, y en la cual, a nivel de la entrada, se abre la puerta de hierro y vidrio que da acceso a los salones de la planta baja.
Este palacio estuvo a punto de ser demolido durante la culminación de las obras de la avenida 9 de Julio, pero, afortunadamente, la acción conjunta de vecinos y de asociaciones civiles logró rescatar esta obra de arte. No hace muchos años se realizaron trabajos de restauración y mantenimiento que permiten que esta residencia siga destacando su elegante silueta, ya tan francesa como porteña.
Actualmente sus salones suelen abrirse al público en ciertas ocasiones, que puede así apreciar en todo su esplendor estas reliquias de pasadas épocas.
Este clásico e irremplazable edificio contrasta con otro no menos espléndido, realizado en el más estricto estilo racionalista, precisamente ubicado en espejo, si tomamos como eje la plazoleta.
También da sobre dos calles, ya que prácticamente repite el esquema de la hoy Embajada: una entrada central, en el 1402 de la Avenida Alvear, que divide las dos alas del edificio, una sobre Libertad y otra, justamente sobre la Avenida Alvear.
Desde ya que la residencia Ortiz Basualdo fue concebida como vivienda unifamiliar y Avenida Alvear 1402 como edificio de renta. Veinte años separan uno de otro, ya que este fue erigido en 1932, aunque estilísticamente la diferencia parece de siglos, tan grande fue el cambio de concepto que separa a estas dos espléndidas muestras de arquitectura.
La sorpresa es que los dos edificios, uno, el palacio sin edad por clásico, y el otro palacio siempre contemporáneo, llevan la firma del mismo arquitecto, Paul Eugene Pater, nacido en Dijón, Francia, en 1879, y muerto en Buenos Aires en 1966.
A diferencia de otros dos grandes arquitectos de nuestro país, tributarios del clasicismo, Alejandro Bustillo y Alejandro Christophersen, Pater supo encuadrar sus creaciones de acuerdo a los tiempos, y se sumó con entusiasmo a los nuevos conceptos de la arquitectura, que representaba el modernismo o racionalismo. Este edificio de 1932 -vale la aclaración- es un proyecto compartido con el arquitecto Morea.
La armonía de los volúmenes, los balcones y los grandes ventanales, los ojos de buey que dan esa impronta naval tan característica de la época, el acierto de la gran marquesina y de la doble puerta de bronce, con cierta reminiscencia del art-decó, digna de un templo egipcio, con sendos planteros que la enmarcan, el suntuoso y severo estilo del gran hall de entrada, con sus grandes farolas laterales, y sus ascensores (las alas del edificio tienen ascensores y palieres individuales) enchapados en raíz de nogal, dotan a este gran edificio de un nivel estético insuperable, inmune al paso del tiempo.
Una casi imperceptible placa colocada por el Museo de la Ciudad indica que esta obra tuvo un premio municipal (no menciona en que año) y la destaca como ejemplo de arquitectura racional.
Los departamentos linderos, de avenida Alvear 1446, también de Pater y Morea, pueden considerarse una continuación de Alvear 1402, y aunque en escala algo menor, tiene las mismas características de estilo, y calidad en el diseño y en la nobleza de los materiales utilizados.
Hay otra calle en Buenos Aires, donde se presenta el mismo caso curioso de dos construcciones muy cercanas y muy diferentes de un mismo autor, que no es otro que Paul Eugene Pater. Será motivo de una próxima nota.