El castillo de La Boca
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Las formas de edificación pueden ser infinitas. Surgen y se nos representan espontáneamente ranchos, pirámides, mausoleos, palacios, fortalezas, rascacielos, bunkers, catedrales. Todos estos edificios o construcciones son, en definitiva, el resultado de la utilización coordinada de diversos elementos, por caso cemento, arena, hierro, caños, vidrios, madera, cables, piedra, etc., y suelen, en las ciudades, tener un carácter, un estilo, o un aire de parentesco que las agrupa y posibilita una categorización.
Esto permite, en líneas generales, una cotización por zonas, o barrios, que establecen diferencias sensibles con respecto a otros lugares.Muchas veces esta diferencia en las cotizaciones no responde estrictamente a razones de mayor o menor distancia, y así tenemos en nuestra ciudad el caso de la Boca y Puerto Madero, casi linderos y que, sin embargo, representan -en el imaginario popular- las dos puntas de la escala.
Sin embargo, siempre existen excepciones que no hacen más que confirmar la regla. Quien piense en un castillo, no piensa en una construcción urbana, sino en una imponente fortaleza de piedra con torres almenadas, rodeada por un foso, y situada en una posición dominante respecto a la comarca que la circunda.Nadie imaginaría la construcción de un castillo en la Boca. Pero hace alrededor de cien años, 104 para ser precisos, alguien imaginó y realizó esta peregrina idea. Desde luego, no ideó una pesada construcción militar, ni supuso desde allí soportar un asedio de hordas enemigas. Para nada. Es un castillito familiar, simpático, gracioso, sin puente levadizo y lleno de ventanas, muchas con flores y plantas, que desmienten toda pretensión castrense.La obra, que ganó el Primer Premio de Arquitectura de la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires en 1910, fue llevada a cabo por el arquitecto francés, Gustavo Lignac, y se encuentra en la intersección de tres arterias: Benito Pérez Galdós, Wenceslao Villafañe y la Avda. Almirante Brown, lo que da al edificio un cierto aire de proa, que condice amablemente con la vecindad del Río de la Plata.
La torre almenada que corona el edificio, ornada con figuras geométricas, alberga en su parte superior un tanque de agua, el primero, según se dice, que prestó servicios en todo el barrio, y no es tan poca cosa como para que no lo mencionemos. El interior del castillo, al que se accede por una puerta de rejas ubicada en la ochava, alberga departamentos de muy buen tono, de nobles materiales y generosas dimensiones, muy al estilo del modernismo de esos años, y en general, el edificio se mantiene en muy buena forma.
Sus habitantes son concientes de la singularidad de esta obra, que si bien no es única en Buenos Aires, su ubicación geográfica la convierte en una rareza difícil de empardar, aún en una ciudad como esta, plagada por doquier de excentricidades, caprichos y delirios arquitectónicos, no siempre tan simpáticos como el que hoy nos ocupa.