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#02 • Enero 2010 Año I Historia Paisaje Urbanismo

El Empedrado

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Iuri Izrastzoff
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El empedrado

Cuando Jorge Manrique en sus famosas Coplas, observa “como a nuestro parecer, cualquiera tiempo pasado fue mejor”, no hace más –ni menos, por supuesto- que poner en bellas palabras sentimientos eternos. Seguramente nuestro padre común Adán, en su madurez le habrá comentado a Eva que el Paraíso ya no era lo que unos años antes, considerando que el lugar se estaba poblando demasiado.

A medida que los años pasan, no podemos dejar de considerar cuanto hemos perdido en el traqueteo de las épocas, e incluso añoramos cosas que en su momento aborrecimos, pero hay otra especie más sutil de evocadores: los nostálgicos apócrifos. ¿Quién no los conoce?

Desde las señoritas de edad indefinida que suspiran por los poetas del romanticismo lamentando no haber vivido en su época, hasta quienes deploran no haber luchado en las Invasiones Inglesas, no escasean las personas que consideran que, por una injusticia del Destino, han nacido en la época equivocada.

En esta sintonía es fácil encontrar quienes añoran las épocas del Buenos Aires colonial, de las casas con tres patios, los vendedores de escobas y velas, y las negras voceando pasteles y empanadas por las calles. Esta poética imagen, plasmada en tantas acuarelas y litografías, no condice con la más prosaica, por no decir nauseabunda, que nos hubiera deparado la realidad de aquellos tiempos glorificados en los recuerdos imaginarios. Ignoro, y no quisiera saberlo, como hubiera sido, por ejemplo, la extracción de una muela por un barbero, o tomar el agua que vendían los aguateros porteños, luego de llenar su tonel en las pintorescas orillas de nuestro Río dela Plata, ornamentada aquí y allá por variados desechos, principalmente pescados muertos.

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El empedrado

¿Y las calles? ¿Cómo eran en esos tiempos? Muchos apresurados dirán que mejor que ahora, y se equivocarán. Por extraño que parezca, y aún reconociendo el mal estado de los pavimentos ciudadanos, podemos asegurar que nada igualaba el espanto de las calles de Buenos Aires.

Hay crónicas muy descriptivas en descarnado estilo, como en “Buenos Aires desde 70 años atrás”, de José Antonio Wildeen las que describe nuestra ciudad en las épocas de nuestra independencia, y se ocupa largamente de nuestras calles, unas pocas, por aquellos años. En verano un tierral, y en invierno un barrial. Así de simple. Muy pocas calles tenían veredas en algunos tramos, muy empinadas con respecto al nivel de las calles, y en la mayoría era todo un solo nivel, calle y vereda. Los vendedores ambulantes extendían sus mercancías sobre algún genero y vendían sus productos, entre ellos el carnicero, que trozaba con un hacha la media res para satisfacer a su clientela.

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En tiempos de seca, el polvo se metía dentro de las piezas con el viento y no había forma de eludirlo, y en las épocas de lluvia, eran un lodazal intransitable. No se mejoraba, claro está, por el método que prevalecía en aquel entonces para el manejo de la basura. Consistía simplemente, en arrojarla al medio de la calle, para que confundida con el barro ancestral volviera al seno de nuestra madre tierra, en un intuitivo código de elemental reciclaje.

Ni pensar en transitarlas, y era común el caso de perros, e incluso caballos que quedaban atrapados en el barro sin que nadie se molestara en sacarlos.

Recién en tiempos del progresista Virrey Vertiz se comenzó a traer piedra de la Colonia del Sacramento, iniciándose así el empedrado de algunas arterias. No eran piedras trabajadas, eran trozos desparejos acomodados sobre el barro como mejor se pudiera, pero constituía al menos un intento de mejorar las cosas.

Recién a fines del siglo XIX comienza el empedrado sistemático de las calles céntricas, con dos tipos de adoquines, los de granito, extraídos de las sierras de Tandil, y los de madera de quebracho blanco, generalmente.

No fue tarea fácil, llevó largos años, más de los que se supone. No muchos saben que la actual avenida Libertador desde Belgrano hacia el norte era de tierra hasta la década del 20, al igual que infinidad de calles de los barrios de la periferia.

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Estas novedades no fueron siempre bien recibidas por algunos retrógrados nostálgicos del pasado. Así escuchamos al compadre tan bien reflejado por Manzi en su “Milonga del 900” mascullando despectivamente: “No me gusta el empedrao, ni me doy con lo moderno…”

Hubo un empedrado de mayor categoría, como el que afortunadamente conservan algunas calles. Es un ejemplo la avenida Melián en Belgrano R, de adoquín rosado colocado en abanicos desplegados armónicamente.

Vemos que con buen criterio se están adoquinando prolijamente ciertas calles y paseos tradicionales, como la culminación de Roberto Ortiz, desde la entrada de la Recoleta hasta el cruce con Vicente López. Bienvenida, en este caso, la vuelta a aquellas épocas. Si bien todos sabemos que el adoquín es una pieza de piedra hexagonal, cabe mencionar también a otro adoquín, no menos pesado y contundente. El diccionario nos informa de otra acepción, un tanto caída en desuso, al igual que el adoquín auténtico:”Individuo torpe, ignorante”. Hay más caminando que pavimentando las calles…

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