¿Quién no ha venido caminando y se ha parado sorprendido ante un colectivo que viene incendiándose?
No, ya sabemos. Claro que no. No hay tal incendio. Es un colectivo, cualquier colectivo de los miles que asolan las calles de Buenos Aires, que expande su humareda pestilente, negra y venenosa sobre todos nosotros con la alegría bullanguera de una adolescente que nos rociara con su lanzaperfume en una fiesta de carnaval.
Y allí queda la gente bañada, impregnada de la miasma de hollines aceitosos que emana la carrindanga que acelera y brama con ruidos que no se escuchan en ninguna otra parte del mundo. No es exageración, cualquiera que haya viajado mínimamente puede dar fe de lo que decimos. Si nos vendaran los ojos, sabríamos que estamos en Buenos Aires por el ruido ensordecedor de los motores porteños. ¿Será que las fábricas elaboran motores especiales para los ómnibus y colectivos de Buenos Aires? ¿Serán más baratos?
El nivel de contaminación auditiva de las estrechas calles céntricas no es alto, es criminal. Es incomprensible que esto siga así a lo largo de los años, y que cada tanto se nos diga, como quien le da un caramelo al nene para que no fastidie, que se multaron 18 colectivos en no se donde. Al día siguiente todo sigue exactamente igual, hasta que varios meses después nos dice que se aplicaron multas a seis colectivos en Puente Alsina. Cuando al fin arranca la pestilente y aulladora bestia humeante y jadeante con su carga de cansada carne humana, nos quedamos en la parada aguardando nuestro torturante viaje cotidiano, con la modesta esperanza que sople alguna brisa que diluya un poco esa pequeña nube tóxica en la nube tóxica madre que nos envuelve mañana, tarde y noche.
Seguramente todos pensamos lo mismo. ¡Si uno tuviera poder…!
Y nos imaginamos arengando a la tropa de inspectores: “Cada uno de ustedes se constituye en la Terminal de la líneas tal y cual, a primera hora de mañana. Hacen poner en marcha y acelerar los colectivos. Los que hacen ruido o tiran humo no salen a circular. Hoy no hay multa, pero a partir de mañana al que se sorprenda así, van a depósito por 15 días, más la multa correspondiente.”
Y agregaríamos: “¡Ah…¿ustedes oyeron, seguro, esos silbatos a aire comprimido que tienen medio escondidos, y que los hacen chiflar todo el tiempo? ¿Si? Bueno, que los desarmen y me los traen…No, nadie va a protestar porque están prohibidos…¿me entendieron? Y luego todas las tardes vayan a las esquinas asignadas y toman el número de cada colectivo que eche humo y lo pasan inmediatamente a la central…”
Son sólo sueños. Los que controlan los colectivos no viajan en colectivo, los que controlan las veredas no pisan jamás una baldosa,
del mismo modo que quienes deberían monitorear los subtes jamás descenderán un metro bajo tierra, salvo en caso de fallecimiento.
Es cierto que hay avisos en los colectivos. Uno que indica que se ha llevado a cabo una encuesta entre 370.00 usuarios para controlar la calidad del servicio. No sabemos que conclusiones sacaron. Pregunta al margen, y sólo por curiosidad: ¿Cuánto habrá costado la dichosa encuesta? Otro cartel nos informa que debemos llamar, ante cualquier anomalía, a un número equis, donde nuestra queja será atendida de inmediato por personal especializado. Ni se le ocurra. No pierda tiempo. No sirve para nada.
¿Cuándo se constata que en otro colectivo los asientos están destrozados, los pasamanos le pueden arrancar una uña porque tienen tornillos salientes y bordes cortantes, y que el chofer maneja como quien escapa de un tsunami? Si eso no lo hace un inspector que esté arriba del vehículo en ese momento, todo es cartón pintado, porque, elemental, las inspecciones no se anuncian.
Se dice que los subsidios al transporte público tienen mucho que ver en esta situación, que las grandes líneas no pagan multa por multa, sino que arreglan una suma estándar mensual a ojo de buen cubero, y otras cosas que no estamos en condiciones de afirmar, pero que la situación imperante pareciera confirmar.
Hemos visto, a lo largo de los años, caer y subir gobiernos, a gente que detentaba poderes omnínodos descender súbitamente de condición, y toda clase de cambios sociales, políticos, culturales y de cualquier índole.
Nunca hemos visto, y quizás nunca veremos, caer el imperio de los colectivos.