Hasta el mismo nombre de extrañas resonancias para quienes ignoraban que se trataba de un apellido, parecía el exactamente apropiado para la mole que se erguía frente a la Plaza San Martín. Desde luego, ¿de que otra forma que “el Kavanagh” podría llamarse al Kavanagh?
No faltará quien objete taimadamente que razonamiento semejante puede aplicarse a la estación Retiro o a Plaza Italia. Allá cada cual. Lo cierto es que podríamos decir, como Borges, que lo juzgamos tan eterno como el aire o el agua. Por supuesto, tuvo un principio: fue en 1934, y el “edificio de renta”, de 102 departamentos, se inauguró dos años después, exactamente en 1936.
Su propietaria fue Corina Kavanagh y sus ejecutores el famoso estudio Sánchez-Lagos-de la Torre., quienes ya habían ensayado una obra de gran escala y estilo art-decó en la esquina de avenida Córdoba y Libertad, reseñada también aquí.
Una leyenda archiconocida, que juzgamos inverosímil, dice que su matrimonio con un hijo de doña Mercedes Castellanos de Anchorena, fue prohibido por esta señora por supuestas “diferencias sociales”. La versión asegura que la venganza de Corina consistió en comprar ese pequeño solar para levantar allí un edificio tan alto que tapara la visión de las torres de la iglesia del Santísimo Sacramento, (construida gracias a inconmensurables donaciones de doña Mercedes) desde la entonces residencia de esta y sus hijos, hoy Palacio de la Cancillería en la calle Arenales.
Este templo era considerado -se dice- por esa rama de la vasta familia Anchorena, casi como una propiedad privada, y, de hecho, doña Mercedes tiene allí su sepultura. Varios motivos nos llevan a descreer rotundamente de esta casi imperceptible y -como se verá- extemporánea venganza, ya que la principal y razón suficiente, es que la Sra. Mercedes Castellanos de Anchorena pasó a mejor vida en el año 1920, es decir catorce años antes que se iniciara la obra. Este sólo dato convierte en absurda a la leyenda.
Volviendo a la obra, para qué repetir los datos conocidos, que no vale la pena mencionarlos. En esos tiempos candorosos solíamos repetir las evidentes ventajas de nuestro país sobre el resto de las naciones: la avenida 9 de julio era la más ancha del mundo, y la avenida Rivadavia la más larga, y el Aconcagua el pico más alto de toda América. ¿Qué tal? No nos faltaba nada para ser felices. También, para no ser menos, el Kavanagh fue el primero en algunos ítems: en su momento fue el edificio más alto de Sudamérica, también el primero en tener aire acondicionado central (hoy suprimido), y, por sobre todas las cosas, uno de los edificios más elegantes del mundo.
Hoy en Buenos Aires hay edificios más altos, mucho más altos. ¿A quién le importa? Su importancia no está en la cantidad de metros sobre el nivel del mar.
Está en, y hay que decirlo así, en su chic, su glamour. Sabemos que en esa época intermedia entre el art-decó tardío y el racionalismo, los edificios eran blancos.
Sin embargo, y ahí está el toque distintivo, el Kavanagh es gris. En su revestimiento de granito y en la cubierta de toda la fachada. ¿Alguien podría imaginarse el Kavanagh blanco?
Es -y nunca insistiremos lo suficiente -el toque discreto de esa elegancia de la preguerra, más suntuosa y refinada que las que las precedieron.
De las posteriores y la actual, ni hablar. Imperturbable al paso de los años, el Kavanagh hoy, con su traje gris como de fil-fil, y con su cúpula de pizarra, que tiene algo del casquete de los botones de los grandes hoteles, o del sombrero de copa de Fred Astaire, sigue y seguirá siendo el símbolo que nos conecta con lo mejor que fuimos. “Altri tempi”.