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#11 • Junio 2010 Año I Arquitectura Historia Instituciones Monumentos Paisaje Patrimonio

El Zoológico (segunda parte)

por Pablo Cortés Gamas / Fotos: Iuri Izrastzoff y archivo
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Muy diferente fue la suerte de su sucesor, Clemente Onelli, que asumió  en 1904. Nacido en Roma, había acompañado al Perito Moreno en sus recorridas por la Patagonia, y se decía que había aprendido el araucano antes que el castellano.

Así  como Holmberg se había inclinado por el pintoresquismo y el grutesco, Onelli impulsó la erección de edificios en estilo grecorromano y de esculturas afines. En este sentido, sobresalen dos instalaciones, las “Ruinas Bizantinas” y el “Templo de Vesta”, respecto de las cuales caben algunas aclaraciones. Las citadas ruinas –un conjunto de siete columnas dispuestas sobre el lago Darwin, el más cercano a la entrada principal- fueron traídas desde Trieste por Eduardo Schiaffino, fundador del Museo Nacional de Bellas Artes. De ellas se afirmaba que databan del siglo V de nuestra era; posteriores análisis demostraron que no eran anteriores al siglo XIX.

Por su parte, el “Templo de Vesta” es en realidad la réplica a menor escala de un templo dedicado a Hércules, sito en el Foro Boario, en Roma. Inaugurado en 1909, Onelli lo concibió como una púdica sala de lactancia, donde las madres y nodrizas que pasearan por el Parque pudieran amamantar a sus niños. Recientemente, se ha decidido que allí se prodigue otra clase de alimento: el recinto albergará en breve la Biblioteca.

Un recinto afín fue durante un tiempo el “Templo Hindú” para los cebúes, actualmente ocupado por llamas y alpacas. Inaugurado en 1901, contenía en un principio no sólo cebúes sino también vacas de la raza Holando-Argentina, y en su parte superior funcionaba una confitería en la que los comensales podían beber leche recién ordeñada. Esta sana y telúrica costumbre, desgraciadamente, hubo de abandonarse cuando las exigencias bromatológicas la volvieron insostenible.

Otra ocurrencia muy comentada del segundo director fue la relacionada con la “Condorera”. Esta armazón fue donada por el gobierno de Chile al pueblo argentino, en ocasión del aniversario de 1903 de la Revolución de Mayo. Para que portara luminarias durante esa fiesta, el ingeniero Jorge Newbery la instaló en la Plaza de Mayo. Una vez terminados los festejos, no se sabía bien a qué fin destinar la importante estructura, y enterado entonces el inefable Onelli, pidió que se la reubicara en el Zoológico. Mandó a continuación que se la recubriera de alambre, que se construyera en su interior una imitación en pequeña escala de la llamada “Piedra del Águila” –de la precordillera de Neuquén- y pasó a ser utilizada como reducto de cóndores, águilas y otras aves de presa y de carroña. Felizmente nuestros hermanos trasandinos no malinterpretaron la utilización final dada a su fastuoso regalo.

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El tercer director fue Adolfo Holmberg, sobrino nieto de Eduardo y licenciado en Ciencias Biológicas. Asumió a la muerte de Onelli, en 1924, y uno de sus mayores logros lo constituyó la adopción de una concepción considerada de avanzada en su momento, que también ha seguido desarrollándose hasta nuestros días: la eliminación –en lo posible- de rejas y jaulas en pro de la reclusión de los animales en recintos más espaciosos y similares a su hábitat original. En ese sentido, el ejemplo de ese entonces más sobresaliente es la leonera –muy amplia y rodeada de un foso-, comenzada durante su gestión e inaugurada en 1944, ya en tiempos de su sucesor.

Como decíamos, esa tendencia continuó, y ejemplo de ella son en la actualidad los nuevos espacios destinados a osos, tigres y orangutanes, entre otros, en los que los vidrios han reemplazado a los barrotes, y las dimensiones y la ambientación son mucho más generosas y amables que en los anteriores cubiles destinados a las mismas especies. En el mismo sentido, no es ocioso aclarar que ya ni siquiera es políticamente correcto hablar de “fieras”: la expresión más aceptable hoy en día es “grandes felinos”.

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Sobreviviente de la marea privatizadora de los ’90, el Zoológico pasó por las manos de diferentes concesionarios desde 1991, y hoy cuenta con cerca de 2500 ejemplares pertenecientes a unas 350 especies. Declarado en 1997 Monumento Histórico Nacional, prácticamente no hay rincón, escultura o edificio en sus 18 hectáreas de extensión que no contenga resonancias artísticas, históricas o científicas.

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Agotar la enumeración sería arduo. Vayan entonces como ejemplos, además de lo que se ha ido mencionando, el “Pabellón Morisco” o “Lorera”, con su patio andaluz interno, donado por el gobierno de España en 1901; la reja perimetral de 1.900 metros, traída de Europa en 1895; los tres lagos, dedicados a grandes científicos deslumbrados por las peculiaridades de la naturaleza americana y argentina en particular, como Félix de Azara, Charles Darwin y Germán Burmeister (este espejo de agua, que sirve de desahogo a los alligators americanos y a las tortugas, sigue llevando el sobrenombre de “Estanque de Manuelita”, no por el quelonio de María Elena Walsh, sino porque allí habría tomado baños la hija de Juan Manuel de Rosas: ¿otro chicaneo político, repetido inocentemente por los desprevenidos?); la confitería “El Águila”, con entrada desde la Av. Sarmiento, en la que luego de sus paseos recobraban fuerzas los miembros de la sociedad porteña; la “Pagoda”, exponente por igual del grutesco y del pintoresquismo, que hoy alberga al simpático panda rojo; la escultura de la Cabra Amaltea, instalada en 1917 sobre la boca de un pozo de agua, del que se decía que tenía propiedades curativas; los bustos dedicados a otros científicos naturalistas como Lorenz, Ameghino y Hudson; la escultura “El Eco”, realizada en 1906 en mármol pulido, la cual se halla transitoriamente semiescondida entre casillas montadas con fines comerciales muy cerca de la entrada principal, en una situación que parece perseguir por momentos a ciertas obras de su autora, la norteña Lola Mora.

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Por otro lado, la semilla didáctico –científica sembrada por los primeros directores sigue dando sus frutos con las visitas guiadas (nocturnas o diurnas), las colonias de vacaciones, los cursos, las actividades para no videntes, los proyectos de conservación de especies en extinción como el cóndor, el huidizo aguará – guazú y diferentes aves de rapiña.

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Y luego –o en primer lugar- sigue estando la naturaleza que, representada por sus cuatro elementos básicos, los animales y la vegetación, va interactuando con la ciencia, con el arte y con la técnica, proponiendo, aceptando o imponiendo modificaciones. Metáfora de esta interrelación la constituyen las graciosas liebres patagónicas que se observan en todo el Parque. Tradicionalmente sueltas dentro del Zoológico, se las quiso circunscribir recientemente a un reducto con un pequeño foso. Pero los traviesos roedores no respetaron los nuevos límites, y luego de algunos intentos infructuosos por retenerlos, se resolvió aceptar que vagaran de nuevo libremente…

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Estoy en medio del Zoológico. Es de noche. Cierro los ojos, y la penumbra, el rugido de los felinos y los osos, los gritos enajenados de los monos y de algunas aves, el bramido de un hipopótamo en celo, el mugir del bisonte, los barritos de los elefantes, el aroma a almizcle que empapa la totalidad del perímetro: todo me transporta a otras latitudes en las que esa supuesta conjunción es posible.

Sigo con los ojos cerrados, y me imagino qué podría ocurrir si los animales estuvieran sueltos;  e inevitablemente me pregunto también si es factible que una realidad posible se convierta en una metáfora tan obvia de la realidad misma: la sociedad humana pervertida en selva, en la que todo vale si los objetivos lo avalan, y en la que la honra, la dignidad y hasta la vida del más débil o del más confiado pueden ser destrozadas en un momento.

No abro los ojos, y me asombro deseando que los animales realmente estén libres: ¿no obedece acaso a cánones estéticos y morales más altos sucumbir bajo las garras de un león, las patas de un elefante o los picotazos de un halcón, que a traición y a manos de un semejante?—FXBA

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