El 3 de febrero de 1852, Juan Manuel de Rosas era derrotado en la batalla de Caseros. En 1874, a punto de dejar la presidencia de la Nación, uno de sus más enconados y célebres adversarios, Domingo F. Sarmiento, presentó un proyecto de ley para la creación de un gran espacio verde, destinado a ser el “pulmón” de la Ciudad de Buenos Aires. El nombre propuesto fue, precisamente, “Parque 3 de Febrero”; el lugar de su emplazamiento, parte de las 600 hectáreas que el Restaurador supo poseer en Palermo.
En noviembre de 1875, se inauguró entonces el paseo, el cual abarcaba el parque propiamente dicho y el Jardín Zoológico, que en esa época estaba ubicado a la misma altura que ahora, pero desde la Av. del Libertador hacia el Río.
En realidad, ya desde 1840, Rosas había ido armando un pequeño zoológico privado, en el que predominaban especímenes del interior del país que le regalaban los gobernadores y otros personajes, influyentes o no. En esa colección figuraban llamas, alpacas, maras, vizcachas, zorros, pumas, ñandúes, yaguaretés, y distintas especies de monos, aves y reptiles. Pero a pesar de ese precedente rosista, no dejó de despertar suspicacias el hecho de que, justamente Sarmiento, impulsara la creación de un animalario en las inmediaciones del caserón en que había residido Don Juan Manuel.
En 1888 se contaba ya con unos 650 animales pertenecientes a 50 especies diferentes, y el intendente de Buenos Aires, Dr. Antonio Crespo, propuso la creación de un Jardín Zoológico separado del resto del Paseo, con autoridades propias; y así fue como en octubre se inauguró la sede actual. Su primer director fue el médico Eduardo L. Holmberg -también precursor de la narrativa fantástica argentina-, el cual ya había arbitrado los medios tanto para el trazado de las diferentes avenidas y lagos del predio como para el desarrollo de los primeros edificios. Sarmiento había fallecido -en una improbable ironía del destino- el 11 de septiembre de ese año en Asunción del Paraguay.
Si bien el nuevo Zoológico seguía a grandes rasgos la concepción victoriana vigente en Europa en cuanto a arquitectura y paisajismo, Holmberg le imprimió dos diferencias sustanciales: la de que los recintos de los animales evocaran en lo posible sus lugares de origen; y el hecho de que no se tratara de un mero lugar de exhibición, sino también de un ámbito de investigación y de instrucción. A tal efecto, por ejemplo, publicó una guía ilustrada del predio y –entre 1893 y 1895-, una revista.
Holmberg, entonces, fue construyendo los distintos recintos según el criterio antedicho. Ejemplos de ello son el “Templo Hindú” para los cebúes, el monario egipcio (que actualmente alberga a los suricatas), la casa con reminiscencias africanas para las cebras, otro templo hindú para los elefantes, la “casa alpina” para los ciervos de esa región y la “choza congoleña” para los de origen africano, y hasta un par de puentes que todavía perviven, en estilo grutesco (consistente éste en la imitación en cemento u otros materiales de elementos naturales tales como ramas, piedras, heno, etc.). Sin embargo, respecto de algunas de esas edificaciones, se urdieron leyendas que usurparon el intangible trono de la realidad.
En efecto, lo que el Director impulsaba era una arquitectura pintoresquista, que se conformaba con evocar verosímilmente las características de edificios de regiones remotas y más o menos exóticas, sin perseguir una imitación al detalle. A pesar de eso, por ejemplo, se instaló la versión de que el ya aludido recinto de los elefantes era una réplica exacta del templo erigido en honor de la diosa Nimaschi en Mumbai, India. Sin embargo, los curiosos viajeros que recorran esa ciudad no encontrarán vestigios de un templo de esas características; asimismo, los conocedores del panteón hindú no identificarán tampoco a la citada diosa entre las divinidades que lo integran. (Sí se acepta en cambio que los bajorrelieves y esculturas de la versión porteña, así como los del “Templo Hindú” para los cebúes y los de la imitación del Arco de Tito, sobre la entrada principal, fueron realizados por Lucio Correa Morales, pariente político del primer director).
Fuertemente principista y de carácter frontal, Holmberg fue separado de su cargo en 1903. El año anterior se había malquistado con el mismísimo Julio A. Roca –conquistador del desierto, consolidador del Estado nacional, líder de la Generación del ’80, promotor de la Argentina como granero y frigorífico del mundo, apodado el “Zorro” por preferir la astucia a la fuerza-, que ejercía por segunda vez la suprema magistratura de la Nación, y que sucumbió a la veleidad de recorrer el parque en carruaje. El temperamental Holmberg se enteró, y al volver el Presidente días después para continuar su recorrido, se encontró en la entrada con un molinete que obstruía el paso de su vehículo, y con un gran cartel que rezaba: “El jardín Zoológico es un paseo público, y como tal no ha sido formado para solaz de los funcionarios públicos”.
Pero Holmberg también tuvo desacuerdos con el Dr. Casares, intendente de la Ciudad. Éste desoyó sus advertencias en relación con las medidas de seguridad con que debía contar el citado recinto de los elefantes: el Director sostenía que el mismo debía estar rodeado de un foso o de un cerco de gran resistencia, acorde con el porte de los paquidermos. Se decidió entonces colocar una valla inadecuada, que fue fácilmente rota por los animales, los cuales procedieron a pasearse por el Parque, con los consiguientes destrozos y alboroto. Fue esa ocasión la que aprovechó inicuamente el Intendente –que era nombrado por el Presidente de la Nación- para separar al Director de su cargo. Del punto al que había llegado en su enfrentamiento con los poderes constituidos, es prueba también el hecho de que Holmberg contó recién a partir del año 2007 con su monumento en el predio.—FXBA