Si estuviéramos jugando al diccionario (¿se jugará todavía?) nos arriesgaríamos con “soprano griega del siglo XIX” o quizás algo así como “droga homeopática”. Por supuesto, ningún participante, salvo un botánico, acertaría con la respuesta correcta. Se trata, simplemente, de una variedad de ceibo. Hay -todavía- un antiguo ejemplar de esta especie en la plaza Lavalle, Tucumán entre Talcahuano y Libertad.
Se lo trajo de Jujuy, para colocarlo frente a la estatua del General Juan Galo de Lavalle, ya que en esta provincia encontró la muerte el jefe unitario, y fue plantado por don Torcuato de Alvear en 1878. Alvear, hijo del General Carlos María de Alvear y padre de quien fuera Presidente de la Nación, Marcelo Torcuato de Alvear, fue luego Intendente de la Ciudad de Buenos Aires en dos períodos, 1880-1883 y 1883-1887, y es justamente recordado por su administración honesta y progresista. Durante su segundo mandato se abrió la Avenida de Mayo. Pero, en 1878, en ocasión de este sencillo acto, era Presidente de la Comisión de Fomento del gobierno comunal. Lo cierto es que este árbol es, oficialmente, un árbol histórico.
Nadie al verlo, dudaría un instante de este honroso título, y más aún, al contemplar su aspecto ruinoso muchos supondrían que más que histórico, es prehistórico. La mitad, o más, de su tronco, ha desaparecido. Consiguientemente, en gran parte su peso es sostenido por la corteza que, milagrosamente, soporta semejante carga. Se dice que este hueco enorme fue aprovechado no hace mucho por un desventurado que había establecido allí su hogar, que si bien no era muy cómodo, estaba muy bien ubicado. No sabemos si coincidió esta circunstancia con la decisión de las autoridades de proceder al desalojo del ocupante y tapiar el hueco del ceibo histórico, rellenando la enorme abertura con ladrillo y cemento.
También se apuntalaron algunas ramas, propensas a quebrarse por su propio peso. Si bien somos legos en cuanto a las técnicas de cuidado y/o recuperación de árboles huecos, nos permitimos dudar acerca de las bondades de semejante tratamiento.
Sobretodo cuando comprobamos, como cualquiera puede ver, que esa voluminosa y pesadísima masa de material ha sido extraída del hueco, y permanece depositada al costado del antiguo ceibo. Mencionamos que, en alguna oportunidad, se resolvió cercar el árbol para protegerlo de huéspedes indeseables, emplazando a su alrededor una verja de rejas dotada de una puerta con candado.
También se construyó un pedestal a un costado, y se colocó una placa explicando el origen de este árbol, y el porqué se lo consideraba histórico.
Desgraciadamente, la puerta de la verja está siempre abierta, y el pedestal no puede, por sí mismo, explicar nada, ya que la placa ha desaparecido y quizás esté en manos del antiguo inquilino del ceibo jujeño, como venganza por el desalojo. Como a cualquier vecino, podemos hacer varias consideraciones sobre este asunto. En primer término, suponemos que deben existir materiales más adecuados que el ladrillo y el cemento para estos menesteres, ya que se nos ocurre que el tremendo peso de este muro injertado en el hueco de un árbol tan añoso y frágil, no puede sino contribuir a su ruina. Luego de esta elemental comprobación, pedir a las autoridades se ocupen de esto, ya que el árbol-casa va a ser ocupado en cualquier momento, y seguramente dañado más de lo que está.
También, claro está, que se reponga el candado a la reja circundante, y fundamentalmente la placa (que no sea de bronce, por favor) para la información sobre la historia de este viejo ceibo. ¡Ah, se nos olvidaba…! La flor del ceibo fue denominada “flor nacional” a fines de los 40. En ese entonces parecía un dato muy importante, ya que se lo repetía todo el tiempo. El cambio de siglo también trajo aparejado este olvido. También recordamos, y la traemos a colación, pues no es del todo ajena al propósito de estas líneas, una canción que se cantaba por esos años en las clases de música de los colegios primarios.
Decía: Es el árbol un amigo / que debemos gratitud / nos da sombra, nos da abrigo / nos da cuna y ataúd…
Tal vez el antiguo ocupante hubiera podido alegar cantando en su descargo la olvidada cuarteta, al menos en lo concerniente a “sombra y abrigo”.