Antes de que las farmacias fueran meras vendedoras de medicamentos envasados, existía una fuerte competencia entre ellas, que se resolvía finalmente sopesando la mayor o menor confianza que despertaba la seriedad de la firma, el estricto cumplimiento de las fórmulas magistrales que indicaban las recetas que garabateaba el médico de la familia, y, por supuesto, la calidad de los elementos que se utilizaban en su confección.
Y el nombre era importantísimo, ya que influía subliminalmente en las decisiones de la clientela. Así estaban la Franco-Inglesa (que se proclamaba la más grande del mundo) la Inglesa del Norte, la Inglesa Nelson, y otros nombres que, afortunadamente, aún subsisten, como la Farmacia Suiza de Tucumán 701, que hoy nos ocupa.
Se entraba en ellas con mesura y respeto, y la presencia del farmacéutico, enfundado en su impecable delantal blanco -calzándose los lentes para leer con aire grave el papel que le alcanzaba el paciente-, era toda una garantía de profesionalidad, implícitamente respaldada por las eminencias médicas de Francia, Inglaterra o Suiza, en este caso.
Estas eminencias, cuyos retratos aparecían en los afiches y en las propagandas de los diarios, eran generalmente ancianos de barba y lentes, que aseguraban las bondades de los jarabes y pócimas casi milagrosas, que proporcionaban a quien las consumiera bienestar y energías por una infinidad de años.
Y la Farmacia Suiza, de Tucumán y Maipú, conserva ese clima tan particular y evocativo, con sus viejas estanterías de roble, los mostradores de época, y los frascos con nombres de cremas y ungüentos de segura y probada eficacia contra toda clase de males y dolores.
El edificio es obra del arquitecto francés Louis Dubois, y se construyó en 1907. Louis Dubois fue también el arquitecto del actual Hotel Chile (inauguralmente Lutetia) sobre el cual publicamos una nota no hace mucho.
También, junto a Pater, diseñaron el casino del Tigre Hotel, que hoy funciona, desde hace años, como Centro de Exposiciones de la Municipalidad de Tigre. Bien podemos inscribir esta obra -hablamos de la Farmacia, claro, y del edificio que la contiene- como un exponente clásico del Art Noveau.
Pero, al mismo tiempo, tiene algo de arcaico, de medieval (quizás Dubois miraba con un ojo al modernismo catalán) y las extravagancias y sinuosidades del Art Noveau se perciben más en los elementos decorativos del comercio y del edificio que en el diseño general.
Esto se evidencia en los herrajes de bronce, (hay unas puertas internas en las que se guardaban los productos farmacéuticos más peligrosos y que arriba de sus manijas ostentan, como risueño disuasivo, unas calaveras adosadas), las puertas con esas curvas caprichosas, simulación de rameados, y las placas de coloridas mayólicas que alegran la severa fachada.
En algunas de ellas se yerguen unas ingenuas margaritas que parecen tomadas de algún afiche de Mucha. Tal vez algún lector se tome el trabajo de comprobarlo.
Como en las peluquerías de antaño, también las farmacias tenían su rueda de contertulios que concurrían con regularidad, generalmente los sábados, a platicar gravemente con el boticario sobre las novedades políticas, o a consultarle sobre tal o cual problema de salud propio o de algún familiar.
Lo cierto es que trasponer el umbral de la vieja y querida Farmacia Suiza es entrar a una época, colorida y candorosa, en la que se confiaba ciegamente en el porvenir, en la certeza que cada día sería razonablemente parecido al anterior. Y quizás mejor.