Cuando se habla del centro en Buenos Aires, debemos entender como tal una zona que, tomando Corrientes como eje, va desde Callao a Leandro Alem, y tres o cuatro cuadras hacia ambos lados, digamos desde Avda. de Mayo a Córdoba. Pero al abrirse la Avda. 9 de Julio, el centro fue dividido en dos grandes sectores.
Del Obelisco hacia Callao quedaron algunos cines, restaurantes y confiterías tradicionales, por caso el Broadway, la Emiliana y la Real, pero no tuvo nunca el movimiento de gente del otro sector, el que iba y sigue yendo desde la 9 de julio hasta el bajo. Concurrieron algunos factores: la gran cantidad de cines apiñados en Lavalle (el Hindú, el Renacimiento, el Select Lavalle, el Trocadero, etc. etc), los teatros de revistas, como el Maipo y el Nacional, y los dos colosos que, por suerte, aún subsisten, el Opera y el Gran Rex.
¡Y como para no festejar que sigan estando!
Nadie ignora que todas las salas de Lavalle fueron transformadas en horribles sitios de juegos electrónicos, sospechosas iglesias atendidas por sus propios dueños, y locales de mala muerte que ofrecen toda clase de baratijas y muñecos de peluche plástico que cuando se les aprieta no se sabe dónde, hablan, y, por supuesto, hacen las delicias de niños que disfrazan su identidad con anteojos oscuros de marco rosado o violeta.
La feroz competencia entre estas dos enormes salas comenzó a mediados de los 30, casi inmediatamente al ensanche de la calle Corrientes -a la que aún muchos le niegan el título de avenida- y que tiene una característica extraordinaria: es silenciosa. Jamás se exteriorizó en las página de revistas ni diarios, ni fue comentario de sobremesa ni dio motivo a encuestas.
Y sin embargo, dos estilos, dos formas de ser, se desafiaban cara a cara, en este caso fachada a fachada enfrentando quizás, dos formas de entender la vida. El Opera, calificado por muchos como de estilo art-decó tardío y otros menos piadosamente como “El Alcázar de los Lococo”, aludiendo a la familia dueña del teatro, con su marquesina fenomenal, su torre misteriosa y su cielorraso que simulaba un cielo estrellado, era un espectáculo en si mismo.
Casi no importaba qué película daban si uno después podía comentar, por supuesto como al descuido, que había estado en el Opera.
Pero casi inmediatamente, en 1937, apareció el Gran Rex. Hasta el nombre sonaba más moderno. Todo vidrio, mármol y bronce. ¿Por qué el bronce de las ventanas, de las puertas y los pasamanos y las escaleras lucía y relucía tan espléndidamente como hasta hoy sigue luciendo y reluciendo?
Confrontaba su fastuoso pero sencillo racionalismo -sencillo no equivale a fácil, todos lo sabemos- con el rebuscamiento barroco y exhibicionista de su rival de la vereda de enfrente.
Además incorporó al bloque edilicio una confitería -El Galeón- muy de moda durante años a la hora del té, un salón de bowling y billares, y, fundamentalmente, un subsuelo con doscientas cocheras.
Fue y sigue siendo imponente, su diseño -de Alberto Prebisch- tan inobjetable como el del Obelisco, corrió igualado en calidad con la quirúrgica precisión de los acabados y revestimientos.
Además de las más caras superproducciones, por ambas salas pasaron los más famosos intérpretes. En el Gran Rex, algunos ejemplos: Liza Minelli, Celia Cruz, Paco de Lucía, Bob Dylan, Charles Aznavour, en fin…
Para la estadística: 3220 localidades de platea, pullman y superpullman (para acceder a estos últimos escaleras dobles sobre las medianeras y ascensores), camarines, equipamientos de última generación, y todo lo que hay que tener.
En suma, las dos salas -Opera y Gran Rex -son irremplazables, forman parte del más importante acervo del espectáculo, y de las más importantes galas del centro porteño. Pero… ¿Con cual nos quedamos?