Historias del Microcentro
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Susy vive en Viamonte entre Paraná y Montevideo. Si bien durante el día es una calle con mucho movimiento y ruido, tiene la ventaja de estar casi al lado de un supermercado, del Consejo de Profesionales de Ciencias Económicas, y frente al Club Universitario y dos bancos. Tiene también un superkiosco en la esquina, restaurantes por doquier, casas de empanadas y pizzerías con delivery, naturalmente, en fin…¿qué más se podría pedir?
Varias líneas de colectivos transitan por esa calle, y otras tantas por Paraná, y, como si fuera poco, está a doscientos metros de la Estación Tribunales del subte, línea D.
Sin embargo, tantas facilidades no le sirven para nada.
Susy no va a ese supermercado ni a ningún otro, no tiene cuentas en ningún banco ni frecuenta clubs de ninguna especie, sean o no universitarios. Tampoco sube jamás a ningún colectivo, y menos aún desciende a ningún subterráneo. En rigor de verdad, y para decirlo de una vez, Susy no va a ningún lado, es decir casi a ningún lado, porque los dos -uno y dos- lados a los que Susy va, son, ¿quién puede dudarlo? muy pocos lados. Dos es el mínimo del plural. Uno de los dos lados, entonces, es el bar de la esquina, adonde llega con su termo en la mano para pedir agua caliente en el mostrador. En tanto, mientras se ausenta deja sus pertenencias en dos negras bolsas de consorcio, y pone un cartel -¡Dios mío!- pidiendo que no le roben nada.
A esta altura, muchos habrán adivinado. Podríamos decir, con esa facilidad para el eufemismo hipócrita del relamido lenguaje burocrático, que Susy está en “situación de calle”. No, para nada. Susy no está en ninguna “situación de calle”. Si Susy pudiera reírse de algo, se reiría a carcajadas de esta definición, porque ella está absoluta, concreta y totalmente en la calle. Más en la calle no se puede estar.
El segundo y último lado al que concurre Susy, es un umbral de Montevideo, ahí nomás a la vuelta, adonde pernocta -quien sabe por que- alguna que otra noche, como quien dice, para salir de la rutina. Deja entonces su cubil habitual, que es el mínimo vano de una puerta clausurada (0,80 m x 0,60 m), entoldado púdicamente con un plástico opaco de suciedad, y allí retorna a primera hora de la mañana. Luego de cerciorarse que todo está en orden, se instala sobre su gastado piso de mármol, protegida del mundo exterior por su inviolable plástico mugriento, y se sumerge en sus también inviolables pensamientos. En ciertas ocasiones, Susy discurre en voz alta, a veces demasiado alta, sobre diversas cuestiones de la actualidad nacional. En otras se exalta y poniéndose de pie, discute ardorosamente en la vereda con interlocutores invisibles, al parecer desafiantes y malignos, a los que apostrofa y maldice hasta quedar exhausta.
No pide nada. Si alguien, espontáneamente, le da dinero, lo acepta indiferente, sin mostrar sentimiento alguno.
En las manzanas comprendidas entre Cerrito, Callao, Córdoba y Corrientes, hay, aproximadamente, unas cincuenta personas en esas condiciones. A veces solos, otros con colchones con criaturas y perros fraternos, con ciertas instalaciones de maltrechas arquitecturas de plásticos, maderas y cartones que evidencian un patético deseo de mejorar, de alterar la implacable realidad de la existencia…
¿Cuántos de estos seres habrá en nuestra ciudad, si contamos los que viven en plazas, subterráneos, bajo los puentes, en árboles, al lado de las vías del tren, en coches abandonados…?
Y la pregunta del millón es: ¿Por qué cada vez hay más? Es muy difícil en este tipo de cuestiones no cruzar las fronteras de la política y la corrupción, así que damos un paso al costado, para ir a un hecho reconfortante: Existen grupos de gente que se reúne para asistir a tantos desventurados que viven en las calles.
Una noche, no hace mucho, nos llamó la atención ver a cuatro o cinco jóvenes charlando con un anciano sentado en el umbral de un negocio. Nos detuvimos, surgieron algunas preguntas, y así conocimos la existencia de esta entidad, bautizada “Caminos Solidarios”.
No es una sociedad política, ni religiosa, ni jurídica, es un nombre ideado para un propósito común: ayudar como se pueda a estas personas.
Carece de autoridades, es una sociedad perfectamente horizontal, que no debe rendir cuentas a nadie, y que no teorizan ni discursean: sólo actúan.
La integran jóvenes, en su mayoría, algunos no tanto, unidos por el propósito común de ayudar. Unos trabajan, otros estudian, y otros las dos cosas, por lo que podemos imaginar el sacrificio que representa robar horas al descanso para recorrer por las noches las calles de la ciudad. Hacen comidas y bebidas calientes, y transitan circuitos de unas cuantas manzanas, (trabajan en siete zonas) no sólo dando comida sino también algo quizás más importante: su tiempo. Charlan con estas personas, se interesan por sus problemas de salud (no dan medicamentos), y procuran encauzar, a quien lo permite, a una mejor condición que la que padecen.
Si tenemos en cuenta que muchos de ellos no pueden aportar ninguna referencia familiar, ni tienen documentos, se podrá entender lo complicado de estas gestiones, y el espíritu que hay que tener para intentarlas.
Además de hacer voluntariamente todo lo que someramente hemos intentado describir, y como si esto fuera poco, agregamos que el costo que demanda todo esto es financiado por todos y cada uno de los integrantes de Caminos Solidarios.
Los que puedan y quieran dar una mano, pueden dirigirse a [email protected] o, o buscar en Facebook a caminossolidariosargentina.
¡Ah!, no se acepta dinero.