Quedan todavía, en Buenos Aires, quienes lo conocieron. Lo recuerdan muy bien: alto, atlético, elegante, muy del tipo de actor francés del período de entreguerras, de impermeable cruzado y el cigarrillo colgando de los labios. Y también está, casi sin alteraciones, la oficina de la Aeropostal, en Florida y Diagonal Norte.
Su nombre hoy, para la mayoría de quienes lo escuchan, es simplemente el nombre de un colegio francés, y suponen, por analogía, que debe haber sido algún sabio o educador destacado.
Nada de eso. Era aviador, simplemente, y nunca quiso ser otra cosa. Pero no fue un aviador más. Sus hazañas fueron legendarias y su fama sólo podría compararse a la de Charles Lindbergh.
Como piloto de las Lignes Aériennes Latécoére, y luego de L¨Aéropostale, volando sobre los desiertos africanos, protagonizó hazañas increíbles. Eran tiempos en que se volaba por intuición y cada cual dependía de si mismo. Una falla mecánica, en esas latitudes equivalía a la muerte o, peor aún, caer en manos de las tribus nómadas, que los odiaban y procuraban bajar los aviones con sus rifles. A veces lo conseguían.
En junio de 1927, la compañía firma con el gobierno argentino un convenio para la distribución del correo aéreo y hay que prepararse a hacer todo: formar los equipos, construir las bases aéreas intermedias desde Natal en Brasil hasta Santiago de Chile y desde Asunción hasta Río Gallegos. La base local se instala en General Pacheco, y hay que contratar mecánicos, pilotos, ingenieros, electricistas, radiooperadores, empleados, en fin, un mundo de cosas. Mermoz es obligado, prácticamente, por consideraciones morales y patrióticas, a hacerse cargo de la organización y puesta en marcha de ese caos. Acepta finalmente, y arriba a nuestra ciudad hacia fines de ese año, pero con la condición que también volará.
El día de su cumpleaños, 9 de diciembre, lleva la correspondencia hasta Río de Janeiro y vuelve al otro día. Se instala en una maravillosa pensión de la calle Reconquista, de un viejo alsaciano al que llamaban el padre Bach, y allí convive con sus compañeros y artistas de teatro de compañías francesas en jovial camaradería.
Algunos hitos: El 1º de marzo de 1928 transportó, hasta Río de Janeiro, el primer correo aéreo a Europa. Allí otro avión llevaría la carga hasta Natal, de ahí por barco a Dakar, y finalmente por avión hasta Toulouse.
Reclamó años, en todas las formas posibles, la construcción de un avión que pudiera cruzar el Atlántico, obviando toda esa penosa intermediación de barcos en desuso, chatarras flotantes que demoraban hasta el infinito el tiempo que se ganaba con tanto sacrificio. Recién se lograría en 1936.
Siguiendo su impulso, y cuando equivalía prácticamente a un suicidio, efectúa, con todas sus escalas, el primer vuelo nocturno entre Buenos Aires y Río de Janeiro.
Joseph Kessel, escritor franco-argentino, dice en “Mermoz”: “Lo que Mermoz no decía, pues era algo natural en esa época, es que volaba en una cabina descubierta, que debía afrontar el granizo, los chaparrones tropicales y el sol, que de Buenos Aires a Rio, es decir, en 24 horas, las diferencias de temperatura alcanzaban los 20º y a veces 30º, que partía a la mañana, con un calor sofocante, y regresaba a la noche con una bruma helada”.
En tanto, en Buenos Aires, la vida de Mermoz se había adaptado al ritmo porteño. Alquilaba un departamento en el 9º piso de la Galería Güemes, y solía almorzar en el Conte, afamado restaurante francés de la época, coronado con un café en la Richmond de Florida. Luego al aeródromo de Pacheco a revisar y controlar todo, y vuelta a las oficinas.
El 2 de marzo del 29, inspeccionando rutas a Chile, sucedió algo increíble. El motor dejó de funcionar a 3000 m. Mermoz, que estaba acompañado por su mecánico, Collenot, y un distinguido amigo, el conde de La Vaulx, dirige planeando su avión, hasta posarlo en una pequeña planicie. Lo logra, pero el avión sigue rodando por la pendiente hacia el vacío. Salta de la cabina, y corriendo a la par de la máquina, logra trabar con su cuerpo una de las ruedas del aparato al borde mismo del precipicio. Allí, más muertos que vivos, bajan sus compañeros, colocan piedras delante de las ruedas, y contemplan el desolado paisaje en que se encontraban. Afortunadamente, se logra reparar el motor, luego de hora y media de trabajo. Mermoz hace retirar las piedras y deja deslizar el avión libremente hacia el vacío. Enciende el motor. A la noche estaban en Santiago. A los cuatro días vuelve por otra ruta. Una corriente ascendente lo ayuda a sobrellevar la falta de potencia, pero luego una contraria absorbe al avión, y lo estrella contra una planicie en suave pendiente, rodeada de barrancos a más de 4000 m. La nada. ¿Cómo volver? El avión destrozado, sin agua, sin abrigo, sin provisiones, y con tres cóndores que los sobrevolaban concéntricamente. Se intentan reparaciones imposibles durante tres días. En el mundo los daban por muertos, y se organizaban rescates.
Aún con el avión en buenas condiciones, Mermoz cree imposible salir del cajón en que se hallaban. No hay potencia ni distancia para sobrevolar la montaña. Hay una única y remota posibilidad: rebotar sucesivamente en tres plataformas escalonadas que se divisaban en los barrancos. ¿Aguantaría el tren de aterrizaje dañado? Los dos hombres hambrientos, congelados, sin dormir, dejando las herramientas, los asientos, los bidones y todo lo que pudiera sumar peso, suben al avión. Todavía deben conducirlo medio kilómetro, hasta lo alto de la pendiente. Ponen el motor en marcha, y con el cuero de sus camperas deben taponar los conductos de agua del radiador que se habían roto con el frío. Allí lo hacen rodar y se arrojan al vacío. Collenot se tapa la cara. No quiere ver. Tocan sin saber como los tres trampolines sucesivos, y los salva, en el último instante, una corriente ascendente. Logran transponer la montaña y llegar al valle.
Llegan a Copiapó. Como la hazaña era increíble, no les creyeron. Una expedición con mulas y baqueanos fue enviada al lugar casi inaccesible y regresó con los bidones, los asientos y la caja de herramientas. Fue la apoteosis, y este hecho quedó registrado entre las hazañas más extraordinarias de la historia de la aviación.
En Buenos Aires, Mermoz continuó su vida de camaradería y diversión. Asiduo concurrente del Tabarís y el Chantecler, participó del auge del tango, y más de una vez, luego de una noche de baile y champagne, llegó en smoking a los hangares de Pacheco, a fumar un cigarrillo y tomar unos mates con sus compañeros.
El 20 de enero de 1930 partió rumbo a Francia. Ya no volvería. El recuerdo de Buenos Aires y sus camaradas lo acompañaría hasta su última hora. Fue el 6 de diciembre de 1936. El hidroavión Croix du Sud cayó al Atlántico antes de llegar Dakar. Sus hazañas, y las de sus compañeros están documentadas en “Tierra de hombres” y “Vuelo nocturno”, de su entrañable amigo Antoine de Saint-Exupery.
En Buenos Aires un hermoso monumento lo recuerda, cerca de la cabecera del Aeroparque.