Las guerras -bien sabemos- traen aparejadas las más graves calamidades. Una de las más brutales es la ocupación y saqueo de las ciudades por las tropas vencedoras.
En nuestro país, hasta casi finalizar el siglo XIX, tuvimos claros y dolorosos ejemplos de estos desastres. Las guerras civiles asolaron muchas ciudades y pueblos del interior, y los malones de tribus de más allá de la Cordillera, hasta la campaña final del General Roca, arrasaron a su antojo cantidad de localidades de la provincia de Buenos Aires, asesinando a los pobladores y llevándose cuanto podían, hacienda, mujeres y niños cautivos e incendiando lo que no podían cargar.
Bien decía el gaucho Fierro, con dolorosa ironía que no se llevaban al gobierno, porque no lo hallaban a mano.
Podríamos mencionar también la guerra del Paraguay, en la cual la capital de Corrientes, y otras ciudades de la provincia fueron invadidas por tropas de ese país, y que también terminaron con el robo, muertes y ultrajes a la indefensa población civil, y traslado de mujeres cautivas a Asunción, entre otros detalles.
Datos que debieran saber quienes leen la historia al revés, o simplemente sin leerla, atacan y vandalizan monumentos. ¡Valiente hazaña…!
Afortunadamente Buenos Aires, en las dos ocupaciones transitorias que padeció durante las invasiones inglesas, no sufrió tales calamidades. Si, lógicamente, los combates fueron cruentos, pero, en general, dentro de las leyes de la guerra civilizada, si es que esta existe.
¿A dónde queremos ir a parar con estas líneas? A lo siguiente: suponemos el saqueo como resultante de una situación bélica preexistente, y naturalmente en el natural marco de violencia y combates que le son propios. Y también que este vandalismo tenga su repercusión posterior, de repudio y denuncia.
Lo extraño, lo absurdamente inaudito es que esta ciudad que habitamos, sin que se den los presupuestos mencionados, ha sido saqueada minuciosamente, con prolijidad de orfebre, sin que -al menos que sepamos- este acontecimiento descomunal haya merecido el menor comentario por ningún medio público, ni mucho menos denuncia alguna, ni pública ni privada.
Y los bienes no son menores. Por el contrario: todos los bronces -en términos generales- que adornaban las puertas de los edificios, buzones, llamadores, manijas, adornos, picaportes, pasamanos, placas, las letras metálicas que informaban el nombre de los arquitectos y las empresas constructoras, en fin, hasta cables y tapas metálicas de las veredas, todo ha sido llevado en los últimos 4 años como por arte de magia, y así quizás veamos, si Dios nos concede ese privilegio, magníficos bronces europeos irremplazables transformados en canillas de jardín o de piletas de lavar.
Esta operación no ha sido casual, se ha producido seguramente con complicidades de alto nivel. No es posible que no haya un detenido, que las cámaras de seguridad no hayan podido detectar nada de esta blitzkrieg que ha movido fortunas en centenares de toneladas de metal, y que, por supuesto, ha debido de tener, necesariamente, una logística estratégicamente planeada.
Los efectos de esta operación son simples: se ha arruinado irremediablemente, sin reparación posible, lo poco que quedaba de nuestra ciudad.
Estos elementos no se reponen, no se hacen más, y ni aunque se pudiera tendría sentido alguno reemplazarlos pues no durarían 24 horas en su lugar.
Ahí quedarán, como tristes despojos de una invasión que nadie previó, nadie supo ni nadie contuvo, los monumentos sin sus placas, las estatuas ultrajadas que ya no recuerdan sus nombres, los portones mostrando sin pudor los huecos y los patéticos sucedáneos que dejaron la barbarie y la anomia moral que nos invade hace años.
Y allí quedamos nosotros también, mirando sin ver lo que fue y ya no es, ni será nunca jamás,