Fervor x Buenos Aires

Mansiones

Los grandes palacios de Buenos Aires fueron hechos para ser demolidos.

La gran mayoría de ellos se construyeron en las décadas del 10 y del 20 del siglo pasado, y ya, para los 50, sus despojos de mármoles, de escaleras, de puertas y ventanas, yacían amontonados en los corralones de extramuros, entre bañaderas y lavatorios oxidados.

La insensata y alegre competencia de inmensas y refinadas construcciones finalizó con la crisis del 30, que terminó con muchas de las fortunas que daban sustento a un estilo de vida tipo gran Gatsby.

Si revisamos viejas fotografías encontraremos que en la Avenida Vértiz, luego Avenida Alvear, casi no existían casas de departamentos; opulentas mansiones con grandes jardines se sucedían unas a otras.

Palacios que fueron levantados para maravilla de las generaciones futuras, no pasaron de la segunda.

Las que quedan como un testimonio de lo que no fue, se salvaron porque pasaron a manos públicas, a instituciones o a representaciones diplomáticas.

Casi no hay ejemplo de herederos poseedores de estas insostenibles propiedades. Dos de las más representativas de estas legendarias residencias se encuentran, casi frente a frente, separados por la plaza San Martín.

La primera -Arenales 761- obra del arquitecto Alejandro Christophersen,  si bien parece constituir un solo bloque edilicio, está en realidad divido en tres alas, una la central, en la que vivió Mercedes Castellanos de Anchorena con su hijo Aarón, otra que da sobre Esmeralda, que fue ocupada por Enrique Anchorena y familia, y otra sobre Basavilbaso, residencia de doña Leonor Uriburu, viuda de Emilio Anchorena.

Es decir, no serían más de seis o siete personas para transitar esa vastedad de mármoles, alfombras, tapices y cortinados imposibles de inventariar. La construcción tardó cuatro años, de 1905 a 1909, y ya, para 1936 era la sede del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Un soplo!

Y qué decir de la otra…! Hablamos del Palacio Paz, así llamado por haber sido erigido por José C. Paz, fundador del diario “La Prensa”.

Se comenzó su construcción en 1902, sobre planos del arquitecto francés Louis Marie H. Sortais, (quien nunca viajó a Buenos Aires,) y se finalizó en 1914.

Sortais falleció en 1911, quedando la obra totalmente a cargo del arquitecto Carlos Agote, que fue quién, “in situ”, la llevó a cabo con maestría.

José C. Paz tampoco pudo ver la mansión terminada ya que falleció en 1912, habitándola su viuda, Zelmira Díaz Gallardo y sus hijos.

El Palacio Paz tiene 12.000 m2 cubiertos. Decir que tiene 140 habitaciones quizás nos dé una idea aproximada de su dimensión.

Los salones, halls, salas de baile, de música, de lo que sea, que se suceden unos a otros laberínticamente, abruman por su calidad, riqueza de materiales, diseño, en fin, lo mejor de lo mejor, en esa época y en cualquiera.

Suscitan admiración, claro, pero también extrañeza, casi diríamos que nos son ajenos. Ahora bien, intentamos una reflexión… Son mansiones maravillosas, pero ¿quisiéramos vivir en ellas? Cuando no había banquetes, bailes ni recepciones, ¿qué se hacía entre esos espejos, obras de arte, estatuas, tapices, alfombras traídas de Europa a costos increíbles?

Seguramente, los antecesores de quienes mandaron levantar estos efímeros palacios (este en menos de un cuarto de siglo fue vendido al Círculo Militar para evitar su demolición, porque era insostenible) no conocieron ni por asomo semejantes excentricidades.

Seguramente crecieron en amplias y soleadas casas criollas, con braseros en las salas, y patios con naranjos y aljibe, y huerta al fondo. Y entonces qué? ¿Se jugó a fingir pasados imperiales? ¿Se intentó recrear un ayer imaginario a sabiendas que era, efectivamente, imaginario?

Esto suponiendo que hubo un proyecto, un plan común que quizás, sin proponerlo explícitamente ideaba crear dinastías agropecuarias locales que emularan a las decadentes aristocracias europeas. Quien sabe, tal vez fue sólo un momento, un breve vértigo de veinte años.

Antes de comenzar el segundo acto todo se hundió en un parpadeo, con todos los alegres y distinguidos actores; como un tablado que se desfonda ante la espantada mirada del público.