Dicen que los transeúntes de esta gran ciudad no suelen elevar sus ojos. Que no aprecian torres, cúpulas, frisos y otras terminaciones que los arquitectos de antaño pusieron para embellecer sus edificios. Que en su trajín diario, el porteño no mira al Cielo y que por eso pierde la oportunidad de deleitarse con mansardas, remates, molduras y algunas excentricidades de las alturas. Es verdad. No mira lo que tiene arriba. El problema es que tampoco mira lo que hay abajo.
Lo hace solo para esquivar roturas, suciedades y traicioneras baldosas flojas. Pero calles y veredas de Buenos Aires también tienen sus “cosas” dignas de meditada observación. Ejemplo de ello: las tapas de acceso a tuberías, cámaras y llaves de instalaciones públicas. Algunas son verdaderas maravillas de diseño.
Todavía sobreviven centenares que, por sus nombres grabados, parecieran haber sido colocadas en la antigüedad más remota. Redondas y pesadísimas tapas de fundición con guardas, arabescos y ornatos geométricos que pertenecieran a compañías telefónicas desaparecidas hace décadas; a viejas provisiones de agua potable, de gas o de alumbrado; a empresas estatales o privadas cuyas siglas, en ocasiones, nos parecen indescifrables; a misteriosos, vastos e intrincados sistemas que se ocultan en el subsuelo y que al común de los mortales nos está vedado entrar.
En uno de sus libros, León Tenenbaum describe una tapita fósil que vio en la vereda donde había estado una estación de servicio; tenía una esvástica en relieve. Era la boca de un tanque de Energina, precursora de la Shell; sus combustibles llevaban ese logotipo con toda inocencia porque hablamos de una época en que semejante símbolo aún no era sinónimo de Auschwitz.
Observemos algunas tapas más grandes: las de alcantarillas. Una buena pregunta es: ¿por qué son redondas? ¡Ah, pero esto tiene doble explicación…! Son redondas porque con esta forma se impide que, en caso de correrse, caigan por el agujero. Cosa que tampoco pasaría si fueran triángulos perfectamente equiláteros, pero aquí estaría el inconveniente de que el espacio disponible para que pase un técnico sería menor. Otra razón por la que son redondas es la practicidad durante su acarreo: pueden llevarse rodando. Aunque no sé si esto último es determinante. En realidad nunca ví empleados de Obras Sanitarias echando a rodar tapas de alcantarillas, como si de un sólido “juego de aro” se tratase. Tal vez ocurra; no digo que no.
Una bastante común: la de “Bomberos”. Suele ser rectangular y con poca gracia, aunque nadie duda de su utilidad. En vías de extinción: la clásica de Empresa Nacional de Telecomunicaciones (E.N.Tel.). Entre las que casi ya no quedan: la que dice “O.S.N. Talleres Recoleta” y una fecha de los años ‘20; solo para cazadores de rarezas. En cambio, por toda la ciudad, aquí y allá miles de rodelas innominadas (pero de buena hechura) en el cruce de dos calles, marcando la entrada a cierta complicada red de servicios. Tapas que, muchas veces, son largamente centenarias e incluso tienen pretensiones estéticas.
Pido permiso para finalizar con una anécdota personal. De niño, realmente no sé por qué, me gustaba abrir las pequeñas tapitas cuadradas del agua corriente de las veredas y observar el receptáculo donde estaba la llave, que era como un diminuto obelisco de bronce. A veces el huequito estaba anegado, entiendo que por una falla en la plomería. Lo que yo pretendía encontrar dentro de aquellas cajas secretas, es cosa que hoy no recuerdo.