El siguiente extracto es parte del libro “Archivos Gardel”, de Enrique Espina Rawson, que será publicado próximamente por Editorial Proa.
En él se podrá encontrar una recopilación de fotografías, manuscritos y pertenencias de Carlos Gardel, nunca antes publicadas, que constituyen un inesperado tesoro que enriquecerá nuestro patrimonio artístico y cultural.
He leído todo, o casi todo lo que se escribió sobre la muerte de Gardel, y he escuchado cantidad de relatos de muchas personas sobre el tema.
Sé que la noticia al principio se difundió con incredulidad, y sé que cuando casi todo el mundo esperaba la desmentida, llegó la confirmación del accidente. Sé que los diarios reventaron las primeras planas a cuerpo catástrofe, agotando las ediciones que la gente arrebataba en las esquinas.
Sé también que las orquestas que tocaban en los legendarios cafés de la calle Corrientes, suspendieron bruscamente sus interpretaciones, que los músicos bajaron del escenario y salieron a la calle, y que poco a poco comenzaron a cerrar espontáneamente todos los lugares públicos; que esa noche no hubo cines ni teatros y que se apagaron las luces de todas las marquesinas.
No ignoro que no existieron órdenes ni consignas para que la ciudad entera se cubriera de un silencio realmente mortal, nunca visto, un silencio de llanto y perplejidad.
Conozco infinidad de anécdotas impresionantes que conservo en mi memoria, muchas difundidas en revistas y diarios de esos días.
Si tuviera que elegir entre todas ellas, quizás una de las más impactantes sería la que protagonizó Armando Defino, su amigo, apoderado y albacea. En el preciso instante del accidente, Defino se aprestaba a firmar contrato en una suma fabulosa para la época, para la presentación de Gardel en Radio El Mundo, aún sin inaugurar, y que se anunciaba como la emisora más grande de Sudamérica. Mientras se ultimaban detalles del acto, que se realizaba ante periodistas y personal jerárquico, llegó la increíble noticia. Defino se despidió en silencio, y salió tambaleando a la calle, casi sin saber adonde ir…
Pero tal vez un relato anónimo, unas palabras que escuché al pasar en un reportaje, me conmueven más, por su laconismo y sobriedad, que otros testimonios igualmente válidos.
Era una voz de hombre que contaba como vivió la muerte de Gardel, y dijo palabras muy sencillas. Dijo: “La gente salía a la calle y se miraba, ¿me entiende?…Se miraban…gente que no se conocía…se miraban a los ojos sin decir nada…”.