Palacio Raggio
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Perdón. Así es. Pedimos perdón con casi toda la sinceridad de la que somos capaces. Cuando años atrás escribimos la nota sobre el airoso edificio que hace ochava en Hipólito Irigoyen y Avda. Rivadavia (FXBA Nro. 69, Mayo 2012), no teníamos idea que, antiguamente, se lo conocía como Palacio Raggio. Algunos detallistas lo subtitulaban, “de Almagro”, entendemos que para diferenciarlo del primigenio “Palacio Raggio” de Bolívar y Moreno. Si por palacio entendemos lo que siempre se ha entendido, es decir, una residencia magnífica, por lo general rodeada de espléndidos jardines y perteneciente a una sola familia, el verdadero Palacio Raggio no podría ser, más allá del nombre, ninguno de los dos, y sí, decididamente, el que está ubicado en Vicente López, en la calle Gaspar Campos, y que, afortunadamente se ha preservado convirtiéndolo en el hoy “Museo Rómulo Raggio”.
En nuestra ciudad abundaron los “palacios”, que no eran así llamados oficialmente, pero se conocían como tales. Los dueños, o quienes los hicieron construir no decían: “vivo en el palacio tal o cual”, sino que el título era otorgado por la gente. Tal el caso del Palacio Paz, hoy sede del Círculo Militar, o el Anchorena, hoy anexo de la cancillería para las grandes recepciones. Pero no importa, no es cuestión de ponerse en exquisitos y aceptemos que, ya desde hace mucho tiempo se adjudica esa suprema categorización a ciertos edificios de renta, tales como por citar algunos, el Estrugamou, de Juncal y Esmeralda, el de los Patos y el de los Gansos, a poca distancia uno de otro, sobre la calle Ugarteche. El segundo esquina Las Heras.
Esta costumbre de “palacear” tomó ribetes ridículos, especialmente a partir de la década del 50. Así hubo un “Palacio del Baile”, que en realidad era una especie de cancha de básquet gigante ubicada en el entonces Parque Retiro, que funcionaba donde ahora está el Sheraton en Leandro Alem y San Martín. Era entusiastamente poblado y recorrido al compás de selectas grabaciones, por un elemento heterogéneo, compuesto principalmente por empleadas de servicio doméstico y “colimbas”, vigorosos muchachos provincianos incorporados al servicio militar para servir a la Patria, y mirones que se apiñaban en los bordes de la bailanta para divertirse mirando las evoluciones de las parejas danzante. También ¿por qué no?, el “Palacio de las Flores” ubicado cerca del primero, sobre la bajada de la calle Basavibalso, en donde había, al menos, tres pistas de baile: tropical, jazz y melódico, y tango, y si no nos equivocamos otra de chamamé.
Creemos recordar un Palacio de los Tornillos, y no sabemos si continúa el inefable “Palacio de la Papa Frita”, famoso por sus papas souflé, que tenían el mismo gusto que las que no lo eran, pero con el maravilloso detalle de conservar una burbuja de aire en cada rodaja. No eran tan livianas como para volar, claro, pero hincar el diente a esas rarezas que nunca había en ninguna casa, no era poca cosa…
Bueno, pero en medio de tantos palacios y palacetes, nos hemos alejado un tanto del Raggio, de Moreno y Bolívar, que es del cual nos vamos a ocupar (es un decir, claro…) hoy. Fue mandado a edificar en 1910 por la firma Raggio Hnos., para albergar, según se informó en su momento un “almacén de ramos generales”, oficinas y departamentos. Es extraño lo de “almacén de ramos generales”, que ubicábamos siempre en el campo, naturalmente. ¿Qué significa “ramos generales”?. De todo, en una palabra. Eran famosos esos establecimientos donde la clientela de la zona rural (que pagaba una vez al año) se surtía de telas, provisiones comestibles, como conservas, fideos, bolsas de papas, azúcar, yerba y bebidas, calzado, aperos, rastras de arado, o lo que hiciera falta, anotándose todo, hasta los caramelos para los chicos en la familiar libreta negra de hule. El título o la denominación castiza sería “tienda de abarrotes”, llamada así precisamente por estar abarrotada de mercancías.
Esos terrenos, propiedad de los hermanos Lorenzo, José y Benito Raggio, quienes en 1906 presentaron a las autoridades para su aprobación los planos del arquitecto suizo Lorenzo Siegerist, habían pertenecido a la familia Ortiz de Rozas, y sobre la calle Moreno funcionó la sede de la Gobernación de la Provincia de Buenos Aires, hasta su traslado a La Plata, la nueva capital. La construcción del edificio, de planta baja y tres plantas, de estilo academicista francés, como casi todo lo que se edificaba por entonces en Buenos Aires, tenía una superficie colosal: 23.000 m2.
Los grandes almacenes ocupaban toda la planta baja y se había previsto una gran calle como pasaje interno de piso adoquinado, de ocho metros de ancho para la carga y descarga de mercaderías, imposibles de efectuar con comodidad en las angostas calles Bolívar y Moreno. Tal magnitud presentaba sus problemas, como el de la iluminación de los departamentos y oficinas. Esto fue resuelto previendo grandes patios internos de aire y luz. También el cómodo acceso a los pisos estaba contemplado con la instalación de grandes ascensores y amplias escaleras. El “Palacio Raggio”, como se lo llamó desde entonces, fue inaugurado en 1910.
Ciertamente llamó la atención por sus dimensiones, pero, por decirlo de alguna manera, no fue un edificio que despertara ecos de simpatía. Como ciertos personajes, era más respetado que querido, y no podía despojase de su evidente empaque comercial, con la constante entrada y salida de mercaderías, despachadas por el personal, siempre enfundado en grises guardapolvos o en duros mamelucos de lona azul.
De alguna manera, el revestimiento de la fachada en piedra granítica en bruto, los portones y rejas negras, y el talante severo en general daba al conjunto un aire de fortaleza, más que de confortables y hogareños departamentos. Tampoco la mansarda y la cúpula de la ochava, lógicamente negras, contribuían a la ligereza y alegría visual del conjunto.
El Palacio funcionó como tal durante siete décadas, y, como todas las cosas de esta vida, conoció su apogeo y también su ocaso, cuando fue ocupado por cantidad de “inquilinos” irregulares. Se dejó de atender el mantenimiento de las instalaciones y, claro, lo de siempre, cañerías tapadas, goteras que no se reparan, persianas oxidadas, mamposterías que se rajan finalmente y caen… Paisaje conocido.
Afortunadamente, esto ha cambiado. Contribuye mucho a la ambientación general, el remozado de Bolívar como peatonal, con iluminación a pleno, y remodelación de pavimento y veredas.
Hoy, luego de años de restauraciones y remodelaciones el Palacio puede, en verdad, ser así llamado. La fachada fue pintada de color claro, hay flores, el pasaje interno da acceso a un coqueto bar frecuentado por gente de la zona, la zinguería y la carpintería metálica han sido remozadas, y se restablecieron con la última tecnología todos los sistemas hidráulicos y eléctricos.
En la terraza se habilitó una generosa pileta de natación (¿o hay que decir piscina?) y, bueno, vemos aquí el renovado Palacio Raggio, que por todas estas innovaciones y mejoras, desmiente la famosa y melancólica frase “todo tiempo pasado fue mejor”.