No siempre fueron usadas para fines alimenticios. Es tradición que San Lorenzo falleció a causa de haber sido cocinado -literalmente- en una de ellas. Este desdichado incidente, si bien le costó la vida, le deparó la santidad que el mundo católico le reconoce.
Pero, hablando vulgarmente, podemos dividir la palabra parrilla en dos grandes grupos: el adminículo en si mismo, que puede variar en tamaño e instalación sin dejar de ser parrilla, y los restaurantes , también llamados “parrillas”, especializados en carnes asadas de esa manera.
Podría pensarse en añejas tradiciones coloniales que condicionan estos nuestros actuales hábitos alimenticios, masivamente volcados a favor de las carnes y/o achuras “a la parrilla”. La realidad, como casi siempre sucede, no favorece esas teorías.
Si nos remontáramos a los gauderios, podríamos afirmar que, efectivamente, estos antecesores de los llamados gauchos, basaban su dieta, casi exclusivamente en carne. Carneaban un vacuno al sólo efecto de extraer la lengua (que consideraban suprema delicia) o el matambre, dejando el resto para los caranchos o los perros cimarrones. No andaban munidos de parrillas, sino que ensartaban lo que iban a comer en una cruz de dos ramas finitas y lo asaban de esa forma.
Pero, los paisanos de posteriores épocas, si bien “churrasqueaban” a la mañana, rara vez comían carne asada como almuerzo o cena familiar, ya que el plato principal o único consistía, generalmente, en guisos o sopas con carne de oveja o capón, que era lo que se sacrificaba habitualmente para el consumo inmediato. El resto se colgaba en la “fiambrera”, jaula de alambre tejido, humilde antecesora de las aún desconocidas heladeras para protejerlo de la voracidad de perros, gatos, aves diversas y moscas. En las pulperías o almacenes de campaña se proveían de galleta (pan) alguna lata de sardinas, arroz, papas, entre otras cosas.
Los asados (siempre al asador) eran para las grandes ocasiones, las señaladas, las yerras, acontecimientos políticos, aniversarios, pero no tenían la habitualidad que vemos en las quintas de los alrededores, y hasta en los balcones de los departamentos céntricos.
En ninguna casa ni quinta antigua existió nada que se pudiera asimilar a un quincho ni lugar para hacer asados, ni los dueños de casa tenían idea como hacerlos, ni hubieran consentido en esos ajetreos casi cotidianos, a los que se someten con gusto los actuales ocupantes.
La costumbre de comer achuras, entendiéndose por tales preferentemente los mal llamados “chinchulines”, riñones, y mollejas es mucho más reciente. En la cruda descripción de “El Matadero” de Echeverría, estas “achuras”, incluído el mondongo, eran disputadas encarnizadamente por negras y perros, y no formaron parte del menú nativo, hasta mucho después. Hay una frase de Borges, refiriéndose al o a los porteños en “Nuestras imposibilidades”, revista “Sur”, 1931, que documenta esa época “…que deglute en especiales noches de júbilo, porciones de aparato digestivo, o evacuativo o genésicos, en establecimientos tradicionales de aparición reciente que se denominan “parrillas”…
También son absolutamente extrañas, pero no por ello menos festejadas, la cocción en la parrilla de corderos, lechones, pollos, pescados y hasta verduras envueltas en papel metálico. La inclusión de estas últimas permite participar en esas tenidas gastronómicas a la cada vez más creciente congregación de los vegetarianos, reacios a la elemental observación que la carne vacuna no es, al fin y al cabo, más que pasto metabolizado.