Nuestra visión de la ciudad pocas veces va más allá de la altura de nuestros ojos. Y es natural. Tenemos que observar, prioritariamente, quienes vienen hacia nosotros, sin descuidar los cada vez más numerosos obstáculos en la vereda, bicicletas amarradas a postes, motos, pozos, cascotes sueltos, caca ¿de perros? y hasta gente directamente tirada en el suelo.
Nos sorprende a veces mirar hacia arriba y constatar que un edificio cualquiera, de los tantos anodinos que abundan en el microcentro, es mucho más alto de lo que suponíamos, superando los veinte o treinta pisos. Si tienen nombre, este no llega al conocimiento popular, tal como los emblemáticos casos del Barolo, el Comega o el Kavanagh. Estos primeros rascacielos porteños tuvieron la ventaja de poder ser contemplados en perspectiva, ya que están ubicados en terrenos amplios, frente a anchas avenidas o directamente frente a una plaza, como el Kavanagh.
Ninguno de los mencionados fue el primer edificio de altura que convocó la atención pública. Sí, del que hablamos, que, hasta hoy, es conocido por varios nombres. El oficial, con el que fue inaugurado el 15 de diciembre de 1915 (es decir que cumplirá cien años en este 2015) es Pasaje General Güemes.
Salvo el nombre, no hay nada en él que evoque, aún en forma simbólica, la figura o los hechos del prócer salteño. Simplemente esta denominación se debe a que los dueños e iniciadores de la obra (luego se agregó a estos el Banco Supervielle) eran oriundos de esa provincia, y consideraron un deber patriótico bautizar este grandioso complejo edilicio con el nombre del caudillo.
Fue conocido, desde sus primeros años, con varias denominaciones: Galería Güemes, Pasaje Florida o simplemente “el pasaje”. La obra fue confiada al arquitecto italiano Francisco Gianotti (el autor de la confitería “El Molino”, ¿recuerdan?), y se comenzó en 1912.
Suponemos que es el primer edificio de esas dimensiones realizado en hormigón armado, método que comenzaba a imponerse. La compañía constructora fue GEOPE (Compañía General de Obras Públicas). Con sus catorce pisos, llegaba a la terraza con 76 metros, y hasta la punta de la torre a los 87 metros, convirtiéndose en el edificio más alto de Sudamérica.
Pero no sólo eran imponentes sus dimensiones, que incluían 350 oficinas, 70 departamentos, dos restaurantes, una boite (o dancing, según las épocas) un teatro y catorce ascensores, sino la suntuosidad deslumbrante del pasaje en si mismo, con 36 vidrieras con carpintería de bronce-oro, luminarias de hierro y bronce, los revestimientos tallados de mármol Boticcino, las dos cúpulas de hierro vidriadas, las esculturas de bronce colocadas hasta en los frentes de los ascensores, y todo esto, de más está decir, realizado a la medida, con diseños exclusivos para esta obra, no existiendo en todo este edificio ningún material standard.
Todos los años transcurridos fueron acumulando anécdotas que se volvieron leyendas. Por ejemplo, en uno de sus codiciados departamentos vivió el autor de “Vuelo Nocturno”, “Tierra de Hombres” y “El Principito”, Antoine de Saint-Exupery, por ese entonces piloto de la Aeropostale. No vivía sólo. Parece que su mejor compañía era una pequeña foca, que habitaba la bañadera. Creemos que la mascota terminó sus días en el Zoológico de Buenos Aires.
El teatro, que ahora es la sala “Astor Piazzola”, fue durante décadas una de las más frecuentadas por el público porteño. Por ejemplo, allí cantó Carlos Gardel, en 1917.
Pasado el tiempo, fue decayendo y llegó a constituirse en una especie de lugar prohibido para los asistentes de sus principios. Se llamaba “Florida”, y allí concurrían quienes gustaban de espectáculos algo bizarros, por llamarlos de alguna manera. Vedettes en decadencia, bailarinas sin arte y cómicos sin gracia competían en guarangadas y torpezas, con la colaboración entusiasta del distinguido público, que vociferaba y gritaba a la par de los “artistas”. Hay gente para todo… dicen. Afortunadamente ya pasaron esos espectáculos en el “Florida”. Hemos progresado mucho. Cosas semejantes pueden verse ahora en cualquier canal de nuestra televisión, y el lenguaje que hacía las delicias de ese extraño público, escucharse en cualquier radio, a cualquier hora.
No es posible en una sola nota, hablar del “Abdullah”, el club nocturno al que aludíamos, ni menos de la torre mirador del pasaje. Por lo tanto, y como decían los capítulos de la novela en episodios: “Continuará”.