Perros Cimarrones
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Quienes algo han leído sobre nuestro pasado, no ignoran que en tiempos anteriores a la conquista del desierto, el quedarse de a pie en el campo, (llamado entonces “el desierto”) equivalía a la muerte. Hay múltiples referencias a esta realidad, entre ellas el “Martín Fierro”.
El deceso podría llegar por distintas vías: hambre, sed, insolación, un puma, tal vez algún encuentro cercano con algún miembro de los pueblos originarios, o simple agotamiento, pero también por los perros cimarrones.
Como sabemos los perros llegaron a América traídos por los conquistadores, quienes los utilizaban con gran éxito en la lucha contra los aborígenes. Los alimentaban con la propia carne de los indígenas, y así los perros veían en ellos, no sólo a sus enemigos sino su comida, propiamente dicha. Este espantoso método, al parecer, resultó ser muy efectivo.
En nuestro país, las jaurías de cimarrones, perros que abandonados por sus dueños retrocedían a la condición salvaje de sus antecesores, eran una amenaza terrible para los viajeros, y por supuesto, para la hacienda ovina o vacuna, o en suma, para cualquier cosa que se moviera por esas latitudes. Hicieron suya la criolla reflexión: “Todo bicho que camina va a parar al asador”, y por testimonios de época sabemos que constituían verdaderas organizaciones de depredación, con jerarquías establecidas rigurosamente.
No necesitamos más, afortunadamente, retroceder a aquellos tiempos heroicos para contemplar esta recia expresión de nuestro pasado. Para solaz de los recalcitrantes tradicionalistas y entusiastas de la vida salvaje, la madre Natura ha dado un pequeño saltito para atrás con algunos amables pichichos porteños, transmutándolos en muy poco tiempo en jaurías descontroladas. Casi como un ciudadano apacible que de pronto decide integrarse a una barra brava.
Quienes quieran vivir esta experiencia, no tienen más que salir a trotar por la Costanera Norte, y en poco tiempo verán colmadas sus expectativas. Esto si antes no desisten al contemplar el paisaje que también ha tomado un aspecto hirsuto y cochambroso, entre escombros, malezas, quioscos de mala muerte que suponíamos requeteprohibidos, y grupos de personas de apariencia acorde a la onda mencionada, que tal vez vivan o hagan vaya a saber que en esa confusa maraña.
Una carta de lectores de un antiguo matutino nos informó del caso. Una horda de perros se abalanzó de buenas a primeras sobre un señor que paseaba tranquilamente contemplando las aguas. Terminó mordido, ensangrentado y con un brazo roto.
Damos instrucciones para quienes afronten una experiencia semejante:
1. Sepa que el perro en esta condición se denomina “asilvestrado”. No. No es para que lo llame “asilvestrado”, “asilvestrado” chasqueando los dedos, sino para que sepa nomás.
2. El “asilvestrado” no ladra, aúlla. Tampoco mueve la cola.
3. No trate de simpatizar. No es reeducable. El perro, está claro.
En nuestra ciudad se vivió hace casi 400 años una situación difícil a causa de estos “asilvestrados”, en esos años simplemente “cimarrones”. Eran tales los daños causados en el ganado de las chacras circundantes, y tan graves los ataques a las personas, que en 1621 el Cabildo prohibió a los habitantes tener más de un perro por casa, ya que se sospechaba que los perros domésticos eran atraídos por la vida nómada y salvaje, y se sumaban a las jaurías que asolaban los contornos.
En realidad la culpa de la situación actual es de la gente malvada y sin conciencia que abandona sus perros arrojándolos del auto en plena calle, condenándolos a morir de hambre o a transformarse en fieras. Estremecedor.
Al conocido dicho:” la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer”, deberíamos, en este caso, retrucarlo con “la culpa no es del perro, sino de quien no le da de comer”.—FXBA