Propagandas
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No es una escena tan lejana. ¿O sí? Si tuviéramos que dibujarla, consistiría en un chico de pantalón corto, que mirando al cielo y haciendo visera con la mano derecha le dice a otro:” ¡Oia…Mirá un avión!”
Ni que decir de los aviones que escribían letras en el cielo. La propaganda más conocida era la de una marca de yerba mate: SAFAC.
Los espectadores terminaban con tortícolis de tanto mirar para arriba tratando de desentrañar las evoluciones del avioncito que como una araña celestial tejía y destejía el hilo de humo con que iba formando las letras.
En esos años, la propaganda aérea significaba la irrupción absoluta de las técnicas más modernas en la materia y superaba enormemente a la más común en pueblos y barrios suburbanos, consistente en un triciclo de reparto, o en el mejor de los casos una vieja camioneta, que provista (¿o munida?) de altoparlantes atronaba el aire con los anuncios gangosos de los comercios locales, entre tanda y tanda de música estridente y machacona. Los textos no se destacaban por sus virtudes literarias. Generalmente eran una apelación elemental a la buena voluntad del posible cliente, concebida en términos tan llanos como: “Creaciones Normi está liquidando. Aproveche sensacionales ofertas. Creaciones Normi para la dama elegante” o bien: “Todo para el hogar moderno: Bazar Internacional. Precios sin competencia.”
El cine también anunciaba su próxima programación, y eran de ver las dificultades del que tenía que leer en inglés los nombres de los artistas. A todo esto, ya habíamos reparado en ciertas particularidades de la nomenclatura comercial. Todos los cines, ya que de ellos hablábamos, tenían nombres enigmáticos o suntuosos que parecían evocar desconocidos esplendores: Argos, Select, Royal, Fénix…, y sospechábamos que otros, de incomprensible significado, devenían de la unión de las primeras sílabas de dos nombres, seguramente de los socios, como Taller Os-Vic (quizás Oscar y Vicente) o Tienda Rosmar (¿Rosa y María?).
Algunos comercios no tenían empacho en revelar la identidad de sus dueños, especialmente en el rubro alimentación, como almacenes, carnicerías, restaurantes, etc. Quizás pertenecían a esforzados inmigrantes españoles o italianos que tenían orgullo en proclamar su condición de propietarios de un acreditado negocio. Otros, en tanto, guardaban una prudente reserva al respecto o bien pertenecían a niveles más complejos del comercio, como las SRL o las SA.
En los últimos años del XIX y los primeros del XX, la propaganda se valía de sistemas contundentes. En alguna esquina céntrica se paraba un hombre provisto de un bombo, y a puro golpear y golpear el instrumento lograba reunir un cierto número de chicos y curiosos, ante los cuales comenzaba su discurso, ponderando las virtudes de los comercios que patrocinaban su actuación. Tan es así que una marca muy popular de cigarrillos ostentaba el curioso nombre de “La Sin Bombo”, ya que pretendía que su producto era de tal calidad, que no necesitaba de propaganda alguna. Todo esto lo explicaba, por supuesto, en espacios publicitarios del PBT o de “Caras y Caretas”. Es decir, hacía propaganda para explicar por que no hacía propaganda. Ya en tiempos posteriores apareció el maniquí vivant, que solía ser un caballero de elegante porte e impecablemente ataviado, que informaba, mediante un cartel adosado a su espalda, que sus prendas de vestir eran de la Casa xxx. A poco andar apareció el hombre-sandwich, individuo emparedado entre dos carteles de vivos colores que recomendaban tal o cual producto.
También estaban, para estupor de los chicos, los hombres que se desplazaban con zancos, haciendo flamear sus larguísimos pantalones con sus auténticas zancadas.
Quienes han visto lo que hemos consignado, tenían derecho a suponer que la propaganda callejera- en la vía pública según la ortodoxia municipal- iría mejorando al compás de los tiempos. ¡Vana ilusión!
Todos los postes, teléfonos públicos, y paredes están atiborrados de infinidad de carteles pegados unos sobre otros, los colectivos llevan carteles, que también están en los subterráneos, en los coches y en los pasillos, en las estaciones y cada esquina de Buenos Aires está ocupada por multitud de personas que nos atiborran de volantes. Nos ofrecen los mejores precios por nuestras alhajas antiguas, otros nos recomiendan que estudiemos computación o que entremos de inmediato en el restaurante chino de la esquina, y otros mejor callar.
Lo cierto es que la propaganda ha invadido nuestras vidas en un grado inimaginable. Aparece de sopetón, en medio de un programa de TV, o a la vuelta de una curva en la ruta, o en el transcurso de una entrevista sobre cualquier tema. ¡Ah, a propósito…No olviden que Casa Muñoz, donde un peso vale dos, está liquidando… —FXBA