No sabemos bien si el título de Primera Dama aplicado a las esposas de los presidentes en ejercicio tiene vigencia en otro lugar que no sea el envejecido y caduco protocolo, cada vez más en desuso en el mundo.
De cualquier manera, y más allá del escaso ingenio de esta denominación, es interesante señalar el único caso de nuestro país, de Rivadavia para acá, en que este título recayó en una mujer de otra nacionalidad.
Hablamos de doña Regina Isabel Luna Pacini, nacida en Portugal el 6 de enero de 1871, y casada con el Dr. Marcelo T. de Alvear, presidente de la Argentina en el período 1922-1928.
Era hija de don Pietro Andrea Giorgi-Pacini, natural de Italia, y residente en Lisboa, donde ejercía las altas funciones de “regisseur” del Teatro San Carlos, y de doña Felisa Quinteros, española.
Dotada por la naturaleza de una maravillosa voz, y luego de años de esforzados estudios, debutó como soprano ligera en el Teatro Real de Madrid, iniciando una carrera destacadísima que la llevaría a triunfar en los principales escenarios del mundo. Viajaba siempre acompañada por su madre, y junto a ella llegó en 1899 hasta el Río de la Plata, importante plaza en esos años para los artistas europeos.
Luego de actuar en el teatro Solís de Montevideo, pasó al Politeama de Buenos Aires. Entre el numeroso público se encontraba el Dr. Marcelo T. de Alvear, por entonces joven y rico aristócrata porteño, muy aficionado al sport -como se decía en ese entonces- a las farras y a las mujeres, pero no exento de preocupaciones políticas, por cierto.
Como muchos en su tiempo, pero no tantos en su clase social, fue “hombre de Leandro Alem”, hasta la muerte del mítico caudillo radical de Balvanera, con quien compartió prisión en el 93, luego de la fracasada revolución radical de ese año.
Alvear quedó impactado por la voz y la interpretación de Regina. Le hizo llegar un gran ramo de rosas, y una costosa alhaja. Distintas versiones hablan de un collar o de un anillo. No importa. Lo cierto es que Regina devolvió el espléndido obsequio y sólo aceptó las flores, conducta que mantuvo invariablemente no sólo con Alvear, sino con todos sus admiradores.
En verdad, fue un caso curioso. Regina, la verdad sea dicha, no era linda. Para nada. Pero debe haber tenido un encanto muy especial para haber seducido, ¡y de qué forma! a Marcelo T., quizás el soltero más apetecible de Buenos Aires en esa época, por su posición social, su simpatía y su inmensa fortuna.
Marcelo siguió asistiendo a todas las presentaciones de Regina, no sólo acá en Buenos Aires, sino en Europa, viajando nada menos que hasta San Petesburgo, donde fue testigo del triunfo de su admirada artista.
Lo cierto es que luego de años de persistencia, y venciendo toda clase de oposiciones (incluida la de su futura suegra, que no quería que Regina abandonara su carrera) Marcelo logra el sí, y la boda se celebra en la más estricta intimidad en 1907.
La sociedad porteña sufrió un shock. No era admisible que un Alvear se casara con una artista, aún alguien de conducta irreprochable como Regina. En esos cerrados círculos no se hablaba de ella por su nombre, sino que se aludía despectivamente a “la cómica”.
No pretendemos en esta nota rehacer la historia de Alvear y Regina, por otra parte ya relatada infinidad de veces. Bastaría decir que residieron años en Francia, donde habían adquirido una fabulosa residencia -“Coeur Volant”- en Versailles, donde recibían a lo más granado de la aristocracia y la política europea.
Don Marcelo en 1916 es nombrado embajador en Francia por Hipólito Yrigoyen, y allí recibe la noticia de su triunfo, en 1922, en las elecciones nacionales que lo consagrarían Presidente de la Nación. Caso similar al de Sarmiento, tantos años después…
Este hecho no modificó la hostilidad o el ninguneo de la sociedad porteña hacia la dignísima Regina Pacini. Esta mujer, consagrada íntegramente a su matrimonio, participaba en obras de caridad sin ostentación ni vanagloria, humilde, callada y discreta, sin hacer valer jamás su condición de “Primera Dama”.
Tuvo una destacadísima actuación en la concreción de una idea que la obsesionaba: la protección a los artistas que, pasadas sus épocas de fama y esplendor, los sorprende la vejez en la soledad y la pobreza.
Pudo concretar este anhelo que, aunque llevó años, fue el monumento a su memoria. Nos referimos a la Casa del Teatro, sobre el cual hemos hablado -o escrito, mejor dicho- en una de las primeras notas de Fervor. Allí funciona el teatro Regina creado muchos años después, no sólo con motivos artísticos y como homenaje a su benefactora, sino también como fuente de ingresos para la institución.
Pero no todos fueron halagos. Después del golpe del 30 vinieron épocas oscuras. Don Marcelo, lanzado a las luchas cívicas encabezando la Unión Cívica Radical, fue perseguido por el gobierno del dictador José Félix Uriburu, debiendo exiliarse en Brasil. Bajo el gobierno de Agustín P. Justo, que había sido su Ministro de Guerra, fue encarcelado en Martín García, padeciendo indignas y crueles condiciones de cautiverio.
Se presentó como candidato a las elecciones de 1938, y nuevamente el fraude imposibilitó su llegada a la Presidencia.
Poco quedaba ya de la inmensa fortuna de don Marcelo T. de Alvear. La vida señorial, los viajes y la política habían consumido casi todo.
Pero le quedaba el orgullo -inconcebible para estos tiempos- de haber abandonado la Presidencia más pobre que cuando había entrado. ¿Cuántos podrían decir lo mismo?
Refugiada con su marido en su quinta de Don Torcuato, doña Regina Pacini vivió allí alejada del mundo, pero conservando la amistad, el cariño y la gratitud de los artistas, sus hermanos espirituales.
Allí murió, en 1942, Marcelo de Alvear. Los reconocimientos, las honras y los discursos laudatorios llegaron, pero llegaron tarde. Con él se había ido un gran presidente y un gran estilo. Un estilo que le había permitido casarse con una figura del escenario, una “cómica”, contrariando la hipocresía de la sociedad a la que pertenecía por nacimiento, o salir de su despacho de la Casa Rosada caminando sin custodia, para entrar al Tortoni a tomar un café, o escuchar en la Peña del sótano los versos de González Tuñón, o del Malevo Muñoz.
Ya definitivamente sola, pues no habían tenido hijos, Regina Pacini vendió todos los muebles, las estatuas, las porcelanas de Sevres, los tapices y la platería de su residencia en un comentado remate de la ya inexistente firma Ungaro y Barbará, y se recluyó en sus recuerdos, conservando solamente los objetos menudos de su mayor intimidad, fotografías, libros, quizás algún amarillento programa de teatro…
Se dedicó a lo que más amaba, las obras de caridad, y costeó de su peculio la construcción de la capilla de San Marcelo, en Don Torcuato. Murió el 18 de septiembre de 1965, en la modestia y el recato que la caracterizaron siempre. Tal vez, antes del sueño final volvió a aquella noche de 1902 en el Covent Garden de Londres, cantando Lucia de Lamermoor junto al gran Enrico Caruso, o quizás a aquella otra de abril de 1907, en la Iglesia de la Encarnación de Lisboa, cuando se unió para siempre a aquel argentino que la siguió por todo el mundo para conquistarla.
Simpáticamente, frente a la Plaza San Martín existe un restaurante que revive en su nombre -Torcuato y Regina- la historia de esta singular y romántica pareja.
También -recordamos- en noviembre de 1924, la señora Regina Pacini de Alvear recibió un homenaje, velado y discreto, como correspondía. Se dio el nombre de Villa Regina, a una colonia agrícola situada en el Valle de Río Negro, que hoy, pasados 90 años, se ha transformado en una de las principales ciudades de esa provincia.
En la Casa del Teatro existen dos pequeños museos. Uno de ellos dedicado a Carlos Gardel, y el otro, a doña Regina Pacini de Alvear, nacida en Portugal, hija de italiano y española, y auténtica Primera Dama de los argentinos.