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#12 • Junio 2010 Año I Cultura Escritores Fundadores

Ricardo Güiraldes

por Enrique Espina Rawson / Fotos: Archivo
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La personalidad de Ricardo Güiraldes excedió largamente cualquier encasillamiento. Sin duda fue un gran escritor, también podríamos con justeza considerarlo un estanciero de Areco, un high life porteño, o quizás un viajero empedernido, y ¿por qué no?, un gigoló de París, donde conquistó fama en los salones bailando tangos.

Perteneció a las barras jaraneras de los tiempos legendarios del Palace de Glace y del Armenonville, junto a su hermano Manucho, Jorge Newbery, los Sánchez Elía, y tantos otros, alternando sus andanzas en las noches porteñas con sus inquietudes literarias, espirituales y artísticas.

Muchos años después, Ulyses Petit de Murat evocó a aquel Güiraldes bailarín, en la letra de un tango que cobró notoriedad: “Bailate un tango, Ricardo”. Hijo de Dolores Goñi, y Manuel Güiraldes, hombre de la sociedad porteña, político y personalidad de una gran cultura, que fuera también intendente de nuestra ciudad, Ricardo estudió en el Colegio Nacional Buenos Aires, y luego emprende estudios universitarios-Arquitectura y Derecho- que no finaliza, lo que no le impidió acceder a una sólida formación intelectual y artística. Dominaba varios idiomas, y tenía gran facilidad para el dibujo y la pintura.

En 1910, a los 24 años emprende con un amigo una gira por el mundo, recorriendo Europa, Rusia, Japón, y la India, algo no frecuente para esos años. Se interesa en la teosofía y en la filosofía oriental, cuya influencia se fue haciendo más notoria en los últimos años. Su familia poseía una gran fortuna, lo que le permitió incursionar sin estrecheces por la vida alegre y bohemia, y así resuelve instalarse en París que, como sabemos, en esos años “era una fiesta”. Allí reside junto a su amigo, el escultor Alberto Lagos, vinculándose con todo el ambiente artístico de vanguardia, trabando de inmediato relación íntima, por su alcurnia, su simpatía y su condición de gran señor, con los más selectos círculos sociales. Es allí donde comienza a escribir, y resuelve regresar a Buenos Aires en 1912. Un año después contrae matrimonio con Adelina del Carril y se instala en San Antonio de Areco, en “La Porteña”, antigua estancia de la familia, hoy Museo Ricardo Güiraldes.

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Finalmente resuelve publicar. Y así lo hace con “El cencerro de Cristal”, que recibe el espaldarazo de Leopoldo Lugones. No obstante, no tiene el éxito que esperaba, y que merecía. Contrariado, retira la edición del comercio, y la arroja en un pozo de la estancia.

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Luego, vendrán otras obras. Algunas como preludio a su “Don Segundo Sombra”: “Raucho”, “Rosaura” y “Xaimaca”, luego de un viaje que junto a Adelina y un grupo de amigos emprende por las Antillas.

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Toda esta actividad se desarrolla entre frecuentes viajes a la Francia de entreguerras, que él consideraba propia, en pie de igualdad con los campos de Areco de su niñez.

Se entusiasma con la actividad literaria de Buenos Aires, y junto con escritores se embarca en la aventura de la revista Proa en 1924. Eran todos muchachos sin fortuna, irreverentes y audaces, que veían en él no sólo al gran escritor que era en verdad, sino también al hombre sabedor de la noche porteña y parisina, y al mecenas generoso al que se recurría en caso de apuro. A su lado y a su amparo, podría y debiera decirse, crecieron y se afirmaron los grandes nombres de la generación del 20, contestataria de Lugones, como Borges, los González Tuñon, Nalé Roxlo, Carlos de la Púa, y otros tantos.

En 1926, la decantación de sus recuerdos de infancia se cristalizan en la figura de un paisano de sus pagos, don Segundo Ramírez, inmortalizado como símbolo de un criollismo que inevitablemente se extinguía arrollado por el progreso y la tecnificación de las faenas camperas.

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La sencilla despedida de Güiraldes, encarnado en la novela como Fabio, y don Segundo perdiéndose a la distancia al trote de su caballo, se resume en la antológica frase que culmina la novela, y que hoy se repite, a veces desconociendo su origen: “Me fui, como quien se desangra”.

La novela, publicada en 1926, causó conmoción. Nuevamente Leopoldo Lugones la saludó en un artículo consagratorio, y las expresiones fueron unánimes. Se tradujo a casi todos los idiomas.

Pero ya era tarde. Un cáncer en los ganglios había atacado a Ricardo. Parte por última vez a París. Allí muere el 8 de octubre de 1927.

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Sus restos fueron traídos a Buenos Aires, y en un tren especial trasladados a San Antonio de Areco. Allí estaban todos, desde el presidente Alvear hasta sus jóvenes amigos escritores Borges, Petit de Murat, Rojas Paz, y los paisanos a caballo encabezados por Segundo Ramírez que escoltaron su cuerpo hasta el pobre cementerio del pago.

Ricardo, quizás sin saberlo, ya había escrito su epitafio: “El sueño cayó sobre mi como una parva sobre un chingolo”.

Después de su muerte, se publicaron “Poemas Solitarios” y “Poemas místicos”, de honda y contenida madurez.

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