A veces no es posible determinar a través de un hecho cualquiera la cadena de acontecimientos que de él devienen. En otros casos sí, como por ejemplo muchas cosas que sucedieron a partir de la instalación de los porteros eléctricos en los edificios de propiedad horizontal.
Esta sola enunciación obliga a comentarios. Las puertas de las casas de departamentos antes, y damos fe, estaban abiertas desde la mañana hasta las 9 de la noche, y los porteros no eran eléctricos, funcionaban como todos nosotros, con agua y comida. Pero ya a partir de la década del 60 los porteros dejaron de ser porteros, y se transformaron en encargados de casas de renta, abandonando uniformes y gorras. Se dio por llamar porteros eléctricos al ingenio que todos conocemos y que permite abrir la puerta de calle desde cualquier departamento sin necesidad de llave. Esta gran ventaja fue muy festejada en los primeros tiempos, pero luego la facilidad con la que cualquiera entraba a las casas con fines “non sanctos”, obligó a eliminar este sistema parcialmente.
Hoy en día, los porteros eléctricos sirven en la mayoría de los casos para saber que llegaron la pizza o las empanadas encargadas al boliche de la vuelta, y bajar a recibirlas.
Esta actividad empresarial, antiguamente llamada con toda sencillez “entrega a domicilio” y hoy “delivery” hubiese sido de muy difícil ejecución de no existir el portero eléctrico. A los encargados de llevar el “delivery” (¿deliverantes? ¿deliveradores? ¿deliverados?) les sería imposible estar subiendo y bajando con los paquetes por los ascensores y sobre todo dejar abandonadas sus motitos en la vereda, ya que al bajar estarían automáticamente convertidos en peatones y deberían dedicarse a otras actividades.
Pero el hecho concreto es que no existirían ni la cantidad de pizzerías ni la multitud de pequeñas motos que inundan las calles y las veredas porteñas, si a algún ignorado talento no se le hubiera ocurrido la idea que un portero podría ser eléctrico. Ahora, si esto es bueno o malo, queda a juicio del lector.
Podríamos derivar sobre otras cuestiones vinculadas íntimamente al tema, y preguntar el porque la mayoría de estas dichosas motos a la noche circulan sin luz y haciendo un ruido tremendamente desagradable que persiste durante cuadras y cuadras hasta perderse en el infinito, o porque los chicos que las manejan no usan casco. La pizza o las empanadas ¿garantizan seguridad? Si están a punto de dar contra el suelo ¿se colocan el paquete en la cabeza y así salvaguardan su integridad física?
También podríamos preguntar porque las inspecciones municipales no se hacen en los locales. ¿No sería más fácil para todos que pusieran en funcionamiento los vehículos -por darles un nombre- y allí mismo comprobaran si tienen escape libre, si las luces funcionan, y si los chicos tienen casco? Debería concederse un plazo perentorio para regularizar lo que no esté en orden, y resultaría, a los fines prácticos, mucho más efectivo que las multas esporádicas que nada resuelven.
Pero así como siempre encuentra aquel que teje otro mejor tejedor, también encontramos, en este caso, otro peor repartidor. Es una furtiva presencia que emerge de las sombras y pasa a nuestro lado raudamente sin darnos tiempo ni a caer desmayados. Es el patinador fantasma, silencioso y ajeno, con algo de cazador emboscado, furtivo y solitario. Lo sospechamos satisfecho de su capacidad de generar terror entre los peatones, y podríamos asegurar que muchos de ellos no trabajan por el dinero que ganan, sino para gozar de su fugaz poder de gimnasta intimidatorio.
¡Ah, me olvidaba, también podríamos hablar sobre….perdón, después seguimos. Tenemos que bajar a buscar las empanadas.