Vieja pared del arrabal
Tu sombra fue mi compañera
De mi niñez sin esplendor
La amiga fue tu madreselva…
La letra de “Madreselvas” no pretende evocarnos el arrabal sombrío, de torvos malevos y compadres provocadores, sino aquel otro más plácido, de sencillas y amigables tapias desbordantes de hojas y flores sobre las “vederas” del barrio.
Al azar, (siempre es así) traemos estas líneas de Borges:
…haber sentido el círculo del agua
En el secreto aljibe
El olor del jazmín y la madreselva,
El silencio del pájaro dormido,
El arco del zaguán, la humedad
Esas cosas, acaso, son el poema.
Aquella vieja pared del tango, no era por cierto la pared de un edificio, sino una cualquiera entre las tantas tapias blancas o rosadas, con sus manchas de líquenes rugosos y aterciopelado musgo en invierno, y su maraña de hojas lustrosas como recién enceradas de la primavera.
Hay noches en que el perfume de los jazmines, o de las madreselvas asombra al que pasa, como cuando, sin quererlo, recuperamos sensaciones remotas, que creíamos olvidadas ya sin retorno.
¿Qué hay detrás de esos pequeños muros, que intimidades se resguardan al amparo de ladrillos descascarados y rugosos tallos retorcidos? ¡Cuántas historias mínimas, leyendas de barrio, memorias de quienes transpusieron otrora las antiguas puertas de minúsculos jardines, transcurrieron con el transcurrir de los días y los años…
Las plantas son siempre las mismas: madreselvas, glicinas, un par de rosales, un jazminero y, desde luego, una palmera, ya en muchos casos desmesurada para el pequeño terreno que la vio crecer a lo largo de décadas.
Pero ya las tapias, las enredaderas y los jardincitos pertenecen al pasado, quien lo duda, y muy pocas alegran todavía algún rincón escondido de esta ciudad que se nos ha escapado de las manos sin darnos cuenta.
Pero, para nuestro consuelo siguen estando en la melodía, tal vez más persistente que los muros de cemento que las reemplazaron:
Madreselvas en flor
Que me vieron nacer
Y en la vieja pared
Sorprendieron mi amor…